Víctor Fuentes Campos
El Comercio, 26 de marzo del 2025
“Lo grave es que esta dinámica normaliza la violencia. El 35% de los morosos informales ha enfrentado amenazas o intimidaciones. Los cobradores “gota a gota” no envían cartas de reclamo, aparecen en la casa o el trabajo: el prestamista informal ofrece “facilidad” a cambio de sumisión”, escribe Víctor Fuentes, gerente de políticas públicas del IPE.
El tope a las tasas de interés, que buscaba evitar la “usura”, ha tenido el efecto contrario: excluye a quienes pretendía proteger del sistema formal y los orilla al mercado informal, con tasas anualizadas mayores al 500% y cobros delincuenciales. Este es un resultado previsible de una de las lecciones de economía más básicas: los controles de precios no funcionan. No lo hicieron en el Imperio Romano del siglo IV, el Perú de los ochentas, la Argentina de los cepos cambiarios, ni en el Perú del “gota a gota”.
La lógica es simple. Al imponer tasas topes, las entidades financieras (bancos, cajas y empresas especializadas) dejan de prestar a los más riesgosos: trabajadores informales o pequeños comerciantes sin historial crediticio. Estos prestatarios no desaparecen sino que migran hacia donde el crédito sigue disponible, aunque a un costo exorbitante y, a veces, letal. Así, mientras la norma fija un límite teórico de 113%, en las calles y mercados más de la mitad de los prestatarios informales pagan cinco veces dicha cifra.
¿Qué lleva a alguien a aceptar estas condiciones? La urgencia y la exclusión. Imagine a una vendedora ambulante que, si bien está afiliada al SIS, se ve en la necesidad urgente de obtener S/500 para cubrir imágenes y medicamentos que no están disponibles en el hospital de turno. Una caja o un banco le pedirá boletas de pago, historial crediticio o garantías. Un prestamista informal, en cambio, solo pide su DNI y la “promesa” de pagar S/600 en un mes. El cálculo es brutal, pero claro: el interés de S/100 equivalente a una tasa de 20% semanal (800% anual) parece, en ese momento, el menor de sus problemas.
Lo grave es que esta dinámica normaliza la violencia. El 35% de los morosos informales ha enfrentado amenazas o intimidaciones. Los cobradores “gota a gota” no envían cartas de reclamo, aparecen en la casa o el trabajo: el prestamista informal ofrece “facilidad” a cambio de sumisión.
Según el BCRP, debido a los topes, 218 mil peruanos y microempresarios fueron expulsados del sistema financiero y otros 325 mil nunca lograron entrar. Mientras, el crédito informal mueve casi S/1.800 millones al año según cálculos del IPE, superando a las cajas rurales. La ironía es dolorosa: una norma que buscaba proteger a los más vulnerables los expone a un sistema con tasas más altas y cobradores despiadados.
La solución pasa por abordar las causas reales de la exclusión. Por ejemplo, si la rapidez y la flexibilidad son clave, la tecnología—como las billeteras digitales—puede acortar trámites y crear perfiles de liquidez, ampliando la base de evaluados. Pero mientras los topes sigan en pie, ninguna innovación logrará reintegrar a quienes la norma misma y las excesivas regulaciones laborales ya condenaron al mercado negro.
El Perú merece dejar atrás esta farsa regulatoria. Como en Roma y los ochentas, los controles de precios—ya sea en el azúcar, la gasolina o el crédito—solo generan escasez y mercados negros. La verdadera protección no viene de prohibir el mercado, sino de hacerlo trabajar para todos. Especialmente para aquellos que esperan que el cobrador no asome a su puerta.