¿Es posible qué la economía de mercado y el crecimiento del país continúen con la misma fuerza y velocidad mientras en la política se ensayan estrategias autoritarias a favor de una eventual reelección conyugal? Una interrogante muy complicada, pero si se mantiene la incertidumbre, es evidente que los mercados llegarán al 2016 lanzando los últimos alientos. Algunos creen que, en democracia, se puede jugar a la política autoritaria y pretender mantener el crecimiento para evitar caídas en la popularidad presidencial. Gravísimo error.
Los mercados son organismos vivos que solo respiran información. Si desde el Estado se emite una señal en contra la libertad económica, sobre todo en el Perú, millones de empresarios postergan decisiones y se forma una cadena de frenazos de impensables consecuencias. Los estatistas creen que los mercados son creaciones artificiales de la derecha. Se olvidan, por ejemplo, que el asunto de la frustrada compra de Repsol debe haber paralizado millones de proyectos en Gamarra, San Juan de Lurigancho, Villa el Salvador y también entre los grandes inversionistas. En democracia, pues, no puede haber una política de apellido autoritario y una economía a favor de la libertad.
Más allá de que el jefe de Estado haya convocado a todos los líderes políticos para unir al país ante el fallo de La Haya, es evidente que el régimen ha venido desarrollando una política autoritaria: demonización de la clase política y búsqueda sistemática de la polarización mientras se intenta reconstruir los puentes derribados con los empresarios. Es decir, mercado sí, porque la popularidad presidencial peligra, aunque en democracia podemos hacer “estrategia y ensayos”.
En los únicos lugares donde el mercado pudo desplegarse al margen de la democracia fue en aquellas sociedades donde la ruptura del estatismo y los colectivismos surgió como iniciativa del estado. En China y Vietnam, por ejemplo, el estado comunista decidió pulverizar la planificación y desarrollar política agresivas de mercado. Sin embargo, los politólogos sostienen que, tarde o temprano, el mercado y la consolidación de las clases medias volverá inevitable la democracia, tal como sucedió con los llamados tigres del Asia. Más atrás en la historia, el estado absolutista inglés aceptó la emergencia de millones de parceleros sobre las tierras feudales con la esperanza de mantener el poder exclusivo. No obstante emergió una de las democracias más longevas de la historia.
Cualquiera sea el ángulo de análisis es imposible sostener una política autoritaria con vigencia de mercado en una democracia como la peruana. El resultado ya empieza a ser evidente: una caída de la popularidad presidencial que puede convertirse en tendencia. Si no hay cambios claros, evidentes, más allá de juramentos o reafirmaciones de hojas de ruta, los mercados seguirán respirando gases nocivos y el crecimiento se pasmará. Y ya estamos demasiados viejos en cuestiones de autoritarismos y democracias para no percatarnos de que, a veces, se da un paso atrás leninista para luego tratar de avanzar dos trancazos.
Aquellos que sueñan con ser montesinitos o fouchés deberían recordar que el ‘soft ware’ autoritario de la América Latina de hoy nació en el Perú de los noventa y la inmunización final contra esa amenaza también se está creando aquí. El autoritarismo solo puede prosperar con la destrucción del mercado, pero eso es jugar con los infiernos de la popularidad presidencial.