La conocida aseveración acerca de que la economía funcionaba al margen de la política parece haber llegado a su fin, pero Ollanta Humala ignoró el problema durante su discurso de Fiestas Patrias. Si bien ratificó las matrices del modelo económico y social que nos han permitido liderar la reducción de la pobreza en América Latina, también es cierto que confirmó una de las más graves deficiencias de nuestro crecimiento: el abismo entre la política y la economía.
Quizá, como curándose en salud, Humala señaló que el ciclo que había favorecido nuestro crecimiento llegaba a su fin, pero que “teníamos con qué defendernos”. Una duda hamletiana que se convierte en gas tóxico para los mercados y que surge del intento de dorarle la píldora a la desaceleración económica: no solo se trata de la disminución de los precios de nuestras exportaciones, sino que existen –tal como lo reconoce el propio MEF– US$22 mil millones de inversión detenidos por trabas burocráticas. El Estado y la política, pues, están entre los principales protagonistas de la desaceleración.
Durante los gobiernos de Toledo y García los peruanos solíamos contemplar que el gobierno y los políticos se hicieran de la vista gorda con respecto a la economía, porque solo bastaba con mantener el modelo. Los precios internacionales de nuestras exportaciones se encargaban de lo demás. Los mercados se ensanchaban, se diversificaba la economía y emergía una poderosa clase media que, por primera vez en nuestra historia, creó un mercado interno y, de súbito, había una enorme potencia desde adentro hacia afuera.
En nuestra democracia sin partidos, ganó Ollanta Humala con un programa antimercado, pero los mercados populares obligaron a mantener el rumbo. Sin embargo, ya no era suficiente. Las elecciones del 2011 habían arrojado mucho veneno al aire y los mercados son organismos vivos que respiran del espacio público. Se sumó la crisis internacional y apareció la desaceleración. Continuó emanando vapor de azufre, las acusaciones y persecuciones entre políticos, el intento fallido de comprar Repsol, la demora en descartar la ‘reelección conyugal’ y cualquier posibilidad de acuerdo, de concertación política desapareció. Y, entonces, surgió la repartija en el Congreso. La repartija, el cuoteo, son hijas bastardas de la falta de un pacto político en cualquier democracia: se prioriza al operador político y se relega a los magistrados.
En tal polución política, ¿a quién se le ocurre que los empresarios van a seguir invirtiendo como antes? Si el empresario malgasta su capital, lo pierde todo. No tiene el cheque en blanco que maneja el político para el yerro perpetuo.
Nuestro modelo económico, social y político es superior a muchas experiencias del mundo, no solo por su potencia para reducir la pobreza y la desigualdad, sino porque combina democracia y mercado. Pero si la política sigue asfixiando a los mercados, la popularidad de Humala se derrumbará y resucitará el outsider, quien, sin embargo, tendría un ADN democrático y libertario.
Allí están los universitarios que marcharon contra la repartija exigiendo instituciones y democracia, respeto a la Constitución, una protesta de la que no se salvará Palacio si no impulsa una gran concertación para representar a los mercados populares del Perú.
Publicado en El Comercio, 30 de julio del 2013