Urpi Torrado
El Comercio, 24 de abril del 2025
“Esta permisividad refuerza la idea de que las normas son flexibles y que los actos indebidos son aceptables”.
La inseguridad ciudadana se ha instalado con fuerza como el principal problema del país, pero no es el único que genera malestar entre los peruanos. La corrupción sigue ocupando un lugar entre los cinco temas que más preocupan a la población e incluso ha liderado la lista durante muchos años. La reciente sentencia al expresidente Ollanta Humala y a su esposa Nadine Heredia ha vuelto a poner el tema en agenda, recordándonos que este problema no solo afecta el pasado, sino que continúa modelando el presente y condicionando el futuro. La corrupción en el Perú no es un fenómeno aislado ni excepcional. Es una práctica sistemática que ha permeado distintos niveles del Estado y que mina profundamente la confianza ciudadana, debilita la institucionalidad y frena el desarrollo económico y social del país.
Según el Índice de Percepción de la Corrupción (IPC) 2024 de Transparencia Internacional, el Perú obtuvo una puntuación de 31 sobre 100, ubicándose en el puesto 127 de 180 países evaluados. Este resultado nos coloca por debajo del promedio regional y en una posición poco favorable frente a países vecinos como Uruguay, que lidera con 76 puntos, o Chile, con 63. Por el contrario, acercándonos a realidades alarmantes como las de Venezuela (13 puntos) y Nicaragua (17), donde las instituciones han sido cooptadas y el Estado de derecho es frágil o inexistente.
La persistencia de la corrupción en el país se explica por múltiples factores que han sido identificados tanto por estudios especializados como por encuestas de opinión. En primer lugar, están las instituciones vulnerables. La falta de independencia del Poder Judicial, sumada a la debilidad de los mecanismos de fiscalización y control, genera un ambiente de impunidad en el que los actos ilícitos rara vez reciben sanción. En segundo lugar, la percepción ciudadana también refleja este deterioro. Una gran mayoría de peruanos considera que la corrupción es un problema grave y generalizado, que afecta tanto a los altos funcionarios como a las instancias locales, pasando por policías, jueces y autoridades municipales. Finalmente, existe una cultura de tolerancia que se expresa en frases como “roba, pero hace obra”, que naturalizan las prácticas corruptas y las justifican cuando se percibe un beneficio inmediato o tangible para la población.
Esa tolerancia a la corrupción también se refleja en el comportamiento cotidiano. Prácticas como pasarse un semáforo en rojo, colarse en una fila, pagar una coima para evitar una multa o falsificar documentos para acceder a un beneficio se han normalizado y rara vez son cuestionadas socialmente. Esta permisividad refuerza la idea de que las normas son flexibles y que los actos indebidos son aceptables si resuelven una necesidad personal. Así, la corrupción deja de ser vista como un fenómeno exclusivo del poder y se convierte en una práctica transversal que contamina la vida diaria del ciudadano común.
Las consecuencias de la corrupción son profundas y multidimensionales. En lo económico, desalienta la inversión nacional y extranjera, distorsiona la asignación de recursos públicos y favorece el uso ineficiente o fraudulento del presupuesto estatal. En lo social, agrava las desigualdades, pues los más afectados por los servicios deficientes o mal gestionados son los sectores más vulnerables. Y en lo político, debilita la democracia al erosionar la confianza en las instituciones y reducir la legitimidad de los gobernantes y los procesos electorales. La ciudadanía se vuelve escéptica, desconfiada y, en muchos casos, resignada.
A pesar de los esfuerzos de algunas organizaciones de la sociedad civil, medios de comunicación y organismos internacionales que promueven la transparencia y la rendición de cuentas, los avances son limitados. Se requieren reformas profundas y sostenidas que no dependan del impulso ocasional de un escándalo mediático o de una coyuntura judicial. Mientras no se entiendan las consecuencias reales de la corrupción, y mientras no se asuma que combatirla es responsabilidad de todos, será difícil romper con los patrones que nos mantienen atrapados en el mismo círculo de desconfianza, desigualdad y mediocridad institucional.