
The New York Times
Thomas L. Friedman
13 de marzo de 2025
Glosado por Lampadia
Si estás confundido por las estrategias zigzagueantes del presidente Donald Trump sobre Ucrania, los aranceles, los microchips o diversos temas, no es culpa tuya. La culpa es de Trump. Lo que estás viendo es a un presidente que se postuló a la reelección para evitar ser procesado penalmente y vengarse de quienes acusó falsamente de haberle robado las elecciones de 2020. Nunca tuvo una teoría coherente sobre las grandes tendencias del mundo actual y de cómo alinear mejor a Estados Unidos con ellas para prosperar en el siglo XXI. No se postuló a la presidencia para eso.
Y una vez que ganó, Trump recuperó sus viejas obsesiones y agravios —con los aranceles y Vladimir Putin y Volodímir Zelensky y Canadá— y dotó a su gobierno de un número extraordinario de ideólogos extremistas que cumplían un criterio primordial: la lealtad ante todo a Trump y a sus caprichos por encima de la Constitución, los valores tradicionales de la política exterior estadounidense o las leyes básicas de la economía.
El resultado es lo que estás viendo hoy:
un cóctel desquiciado de aranceles intermitentes,
ayuda intermitente a Ucrania,
recortes intermitentes a departamentos y programas gubernamentales tanto nacionales como extranjeros,
decretos contradictorios realizados por secretarios del gabinete y miembros del personal unidos por el miedo a que Elon Musk o Trump tuiteen sobre ellos si se desvían de cualquier línea política que haya surgido sin filtrar en los últimos cinco minutos de las redes sociales de nuestro Querido Líder.
Cuatro años así no funcionarán, amigos.
Nuestros mercados sufrirán un ataque de nervios por la incertidumbre, nuestros empresarios sufrirán un ataque de nervios, nuestros fabricantes sufrirán un ataque de nervios, nuestros inversionistas —extranjeros y nacionales— sufrirán un ataque de nervios, nuestros aliados sufrirán un ataque de nervios. Vamos a provocarle un ataque de nervios al resto del mundo.
No se puede dirigir un país, ni ser un aliado estadounidense, ni dirigir una empresa, ni ser un socio comercial estadounidense a largo plazo cuando, en un breve periodo de tiempo, el presidente estadounidense amenaza a Ucrania, amenaza a Rusia, retira su amenaza a Rusia, amenaza con imponer enormes aranceles a México y Canadá y los aplaza —de nuevo—, duplica los aranceles a China y amenaza con imponer aún más a Europa y Canadá.
Altos funcionarios de nuestros aliados más antiguos afirman en privado que temen que nos estemos volviendo no solo inestables, sino que en realidad nos estemos convirtiendo en su enemigo. El único al que se le trata con guantes de seda es a Putin, y los amigos tradicionales de Estados Unidos están conmocionados.
Pero he aquí la mayor mentira de todas las grandes mentiras de Trump: afirma que heredó una economía en ruinas y que por eso ha tenido que hacer todas estas cosas. Tonterías. Joe Biden hizo muchas cosas mal, pero al final de su mandato, con la ayuda de una sabia Reserva Federal, la economía de Biden en realidad estaba en bastante buena forma y tendía hacia la dirección correcta. Sin duda, Estados Unidos no necesitaba una terapia de choque arancelaria global.
Los balances de las empresas y los hogares estaban relativamente sanos, los precios del petróleo eran bajos, el desempleo rondaba solo el 4 por ciento, el gasto de los consumidores aumentaba y el crecimiento del PIB rondaba el 2 por ciento. Sin duda, necesitábamos abordar el desequilibrio comercial con China —Trump ha tenido razón en eso todo el tiempo—, pero ese era el único punto urgente de la agenda, y podríamos haberlo hecho con aumentos arancelarios selectivos sobre Pekín, coordinados con nuestros aliados haciendo lo mismo, que es como se logra que Pekín actúe.
Ahora los economistas temen que la profunda incertidumbre que Trump está inyectando en la economía pueda hacer bajar las tasas de interés por todas las razones equivocadas: debido a tanta incertidumbre de los inversores que hace bajar el crecimiento, tanto aquí como en el extranjero. O podríamos tener una combinación aún peor: la combinación de estancamiento del crecimiento e inflación (por tantos aranceles) conocida como estanflación.
Pero no estamos hablando solo de la incertidumbre económica cíclica de tu abuelo que ha desencadenado Trump. Se trata del tipo de incertidumbre que cala hasta los huesos, la incertidumbre que surge al ver cómo un mundo que conociste durante 80 años es desmantelado por el actor más poderoso, uno que no sabe lo que está haciendo y que está rodeado de marionetas.
El mundo ha disfrutado de un extraordinario periodo de crecimiento económico y ausencia de guerras entre grandes potencias desde 1945. Por supuesto, no ha sido perfecto, y ha habido muchos años problemáticos y países rezagados. Pero en el amplio panorama de la historia mundial, estos 80 años han sido extraordinariamente pacíficos y prósperos para mucha gente, en muchos lugares.
Y la razón número 1 por la que el mundo fue como fue, fue porque Estados Unidos fue como fue.
Ese Estados Unidos se resumió en dos líneas del Discurso Inaugural de John F. Kennedy del 20 de enero de 1961:
“Que cada nación sepa, nos desee bien o mal, que pagaremos cualquier precio, soportaremos cualquier carga, afrontaremos cualquier dificultad, apoyaremos a cualquier amigo, nos opondremos a cualquier enemigo, para garantizar la supervivencia y el éxito de la libertad”.
Y: “Así pues, compatriotas estadounidenses, no pregunten qué puede hacer su país por ustedes, pregunten qué pueden hacer ustedes por su país. Mis conciudadanos del mundo, no pregunten qué hará Estados Unidos por ustedes, sino qué podemos hacer juntos por la libertad del hombre”.
Trump y su vacuo vicepresidente, JD Vance, han dado la vuelta completamente al llamado de Kennedy. La versión Trump-Vance es:
Que cada nación sepa, nos deseen bien o mal, que el Estados Unidos de hoy no pagará ningún precio, no soportará ninguna carga, no afrontará ninguna dificultad, y abandonará a cualquier amigo y coqueteará con cualquier enemigo para garantizar la supervivencia política del gobierno de Trump, incluso si eso significa el abandono de la libertad dondequiera que eso sea rentable o conveniente para nosotros.
Así pues, compatriotas estadounidenses, no pregunten qué puede hacer su país por ustedes, sino qué pueden hacer ustedes por el presidente Trump. Y mis conciudadanos del mundo, no pregunten qué hará Estados Unidos por ustedes, pregunten cuánto están dispuestos a pagar para que Estados Unidos defienda su libertad de Rusia o China.
Cuando un país tan central como Estados Unidos —que ha desempeñado el papel estabilizador crítico desde 1945, actuando a través de instituciones como la OTAN, la Organización Mundial de la Salud, el Banco Mundial y la Organización Mundial del Comercio, y, sí, pagando una parte mayor que otros para que el pastel fuera mucho más grande, lo que nos beneficiaba más a nosotros porque teníamos la mayor porción— de repente se aparta de ese papel y se convierte en depredador de este sistema, hay que tener cuidado.
En la medida en que Trump ha manifestado alguna filosofía de política exterior discernible y coherente, se trata de una filosofía sobre la que nunca hizo campaña y que no tiene parangón en la historia.
“Trump es un aislacionista-imperialista”, me comentó el otro día Nahum Barnea, columnista del periódico israelí Yedioth Ahronoth. Quiere todos los beneficios del imperialismo, incluido tu territorio y tus minerales, sin enviar soldados estadounidenses ni pagar ninguna compensación.
Yo no calificaría la filosofía de la política exterior de Trump como de “contención” ni “compromiso”, se trata de una filosofía que busca “aplastar y apoderarse”. Trump aspira a ser un saqueador geopolítico. Quiere llenarse los bolsillos con Groenlandia, Panamá, Canadá y Gaza —tomarlos de las estanterías, sin pagar— y luego volver corriendo a su refugio estadounidense. Nuestros aliados de la posguerra nunca han visto este Estados Unidos.
Si Trump quiere dar a Estados Unidos un giro de 180 grados, le debe al país un plan coherente, basado en una economía sólida y en un equipo que represente a los mejores y más brillantes, no a los más aduladores y de derecha. Además, nos debe una explicación de cómo exactamente purgar al personal profesional de las burocracias clave que mantienen a la nación en funcionamiento de gobierno en gobierno, ya sea en el Departamento de Justicia o en el Servicio de Impuestos Internos, y nombrar a ideólogos extremistas para puestos clave es bueno para el país y no solo para él.
Y sobre todo —sobre todo– le debe a todos los estadounidenses, independientemente del partido de su preferencia, un poco de decencia humana básica. La única manera de que un presidente pueda tener remotamente éxito en un giro tan radical, o incluso uno menor, es que tienda la mano a sus oponentes y al menos intente acercarlos en la medida de lo posible. Lo entiendo, están enfadados. Pero Trump es el presidente. Debería ser más grande que ellos.
Pero, por desgracia, Trump no es así. Lo que Leon Wieseltier dijo una vez de Benjamín Netanyahu es doblemente cierto en el caso de Trump: es un hombre demasiado pequeño, en una época demasiado grande.
Si lo que más me deprime hoy es el contraste con el discurso inaugural de Kennedy, lo que más me atormenta es el discurso que Lincoln pronunció en enero de 1838 ante el Liceo de Jóvenes de Springfield (Illinois), sobre todo su advertencia de que el único poder que puede destruirnos somos nosotros mismos, por el abuso que hacemos de nuestras instituciones más preciadas y por el abuso que hacemos unos de otros.
“¿En qué momento cabe esperar entonces la llegada del peligro?”. preguntó Lincoln. “Respondo: si alguna vez nos alcanza, debe surgir entre nosotros. No puede venir del exterior. Si la destrucción es nuestro destino, nosotros mismos debemos ser su autor y su consumador. Como nación de hombres libres, debemos vivir a través de todos los tiempos o morir por suicidio”.
Si esas palabras no te atormentan a ti también, no estás prestando atención.
Thomas L. Friedman es columnista de la sección de Opinión sobre asuntos exteriores. Se incorporó al periódico en 1981 y ha ganado tres premios Pulitzer. Es autor de siete libros, entre ellos From Beirut to Jerusalem, que ganó el National Book Award.
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