Dos poderes del Estado, el Congreso y el Ejecutivo, involucrados en una pelea infantil haciendo de la Constitución un juguete que se manosea a discreción y que se emplea como arma arrojadiza de mutua agresión. Esta es la calamidad engendrada por Martín Vizcarra y su ahora primer ministro al cerrar ilegalmente el Congreso. El nuevo Congreso, elegido en la antesala de las elecciones del próximo año y bajo la insensata y populista prohibición de reelección, se ha convertido en lo que es: un ente poblado por demagogos, populistas, ignorantes, irresponsables y pícaros. Ellos, junto con el gobierno, están enterrando el progreso del Perú. Todo esto era previsible para cualquier observador medianamente informado (ver mi columna en este espacio: “De la incertidumbre al caos” 3-10-19).
Tenemos un Estado francamente a la deriva, donde quien está supuestamente al timón no solo no gobierna, sino que contribuye al caos. Casi todo aquello que se propone hacer, se hace mal o no se hace: la reconstrucción del Norte, la inversión pública, la administración de la salud y la educación, la promoción de la inversión privada, la puesta en marcha de los megaproyectos públicos de irrigación, la provisión de agua y saneamiento, el ordenamiento del transporte, la administración de la seguridad ciudadana, las reformas política y judicial; en suma, tenemos solo un feo remedo de Estado. Ahora, con la eliminación de la inmunidad del presidente, ministros y demás, tendremos un festival de acusaciones que alejarán aun más de la política y el servicio público a los mejores ciudadanos. El Ejecutivo estará dirigido por individuos aun peores que algunos de los actuales ministros.
Todo lo anterior se evidencia ahora nítidamente en el manejo desastroso de la emergencia sanitaria. El fin de la larguísima cuarentena de 107 días que aún no se levanta por completo, revela un Estado incapaz, con un número de infectados en ascenso y la epidemia en franco descontrol. Peor aun, la información oficial que el gobierno revela es incompleta o abiertamente falsa. Suponer que existen 300 mil infectados en base a mezclar las pruebas rápidas de dudosa calidad compradas por el gobierno, con pruebas moleculares es un desatino. Todos los estimados serios, sitúan la cifra entre 500 y 800 mil. De igual manera, el número de muertes calculada comparando las cifras oficiales de defunciones con las ocurridas en meses de los dos o tres años anteriores las ubica en un número cercano al triple de las 11 mil que reporta el gobierno. Actualmente mueren diariamente 500 peruanos en medio de un sistema de salud colapsado y un ministerio de salud que no sabe qué hacer y que ha volcado sus esfuerzos a impedir, con absurdas disposiciones, que la economía pueda recuperarse. Aún así, el ministro de salud se mantiene en su puesto pontificando macabramente en medio del desastre que preside.
La economía caerá 15%, pero esa cifra puede elevarse fácilmente al 20%. La profusión de medidas populistas y la erosión del prestigio internacional del Perú, debido a flagrantes incumplimientos de contratos y otras transgresiones de la Constitución, empiezan ya a causar grietas en los más fuertes pilares de la macroeconomía y a mellar el potencial de crecimiento. La reciente rebaja de la calificación crediticia de la deuda y un tipo de cambio—hasta hace poco el más estable de toda la región—que se devalúa cuando los de los países de la Alianza del Pacífico (México, Chile y Colombia) se recuperan marcadamente, son los primeros signos de la desconfianza e incertidumbre extrema que fomentan el Congreso y el gobierno.
En medio de este panorama, llama mucho la atención la pasividad y complacencia de líderes políticos, empresariales y medios de comunicación ante un Ejecutivo y un Congreso que están llevando el país al abismo. No se entiende cómo todos ellos no montan una oposición activa ante los despropósitos de los dos poderes del Estado abocados a la promoción de sus intereses políticos de corto plazo. Parecen todos impasibles mientras se dilapidan treinta años de esfuerzo ciudadano por levantar al país del caos del fin de los años 80.
Los dos poderes del Estado han dado suficientes muestras de ser impermeables a toda crítica constructiva y a la ayuda que ofrecen ciudadanos e instituciones de prestigio. Ha llegado el momento de exigir que cese la destrucción del país. Sin duda el primer paso debe ser el de demandar activamente el nombramiento de un primer ministro para liderar el gobierno y emprender el giro radical necesario para apartar al país del desgobierno en que se encuentra. Un primer ministro que sea capaz, además, de desplegar aptitudes políticas para contener las acciones destructivas e irresponsables del Congreso. Un ciudadano o ciudadana capaz de llevar al Perú a unas elecciones generales en el año del bicentenario que reaviven las esperanzas de una restauración política y económica de la Nación.
Por: Roberto Abusada