Nadie duda que el País requería con urgencia descentralizarse, pero en medio de su ineptitud política, el Gobierno no logró crear verdaderas regiones, y optó imprudentemente por convocar elecciones para elegir presidentes en cada uno de los departamentos.
En alguna mente desvariada se asentó la absurda idea que para descentralizar había que crear más centralismo en pequeño—que es lo que ahora tenemos en cada región—y destruir el bien más importante de la Nación: su carácter unitario.
Hoy comprobamos que el Estado ha transferido competencias e ingentes recursos a caciques regionales que son elegidos o reelegidos cada cuatro años mediante algo que parece más a una licitación que a una consulta popular. El presidente regional es, en muchos casos, removido debido a la misma e invariable causa (corrupción), o reelegido mediante el instrumento de corrupción que involucra el uso doloso de los recursos públicos en campañas clientelistas dirigidas a perpetuarse en el poder.
En medio del paroxismo que los embarga, muchos presidentes regionales actúan bajo la ilegal premisa de que el agua y los recursos del subsuelo ya no pertenecen a la Nación. ¡Hoy el Perú, sin ser un estado federal, está compuesto por regiones que despliegan en la practica mayor independencia que cualquier estado de los EEUU!
Parece ya una tarea imposible retomar ahora la idea original de la regionalización, la cual postulaba la creación de grandes espacios administrativos donde el proceso democrático llevaría bienestar común, en medio de la diversidad cultural y geográfica. Ese loable fin fue ya dilapidado por políticos que simplemente no dieron la talla.
Hoy requerimos desandar parte del camino errado y plantear una nueva y democrática manera de acercarnos al importante objetivo primigenio de descentralizar al País manteniendo, obviamente, su carácter unitario.
Las anacrónicas asambleas regionales deberían ser sustituidas por nuevas asambleas departamentales, conformadas por los alcaldes provinciales respectivos quienes deberían elegir, dentro de su seno, al gobernador departamental cuyo cargo sería rotatorio. Se eliminaría a los actuales “consejeros regionales”, que al elegirse mediante lista, terminan dándole mayoría al presidente regional y erosionando, con su presencia, el poder de los alcaldes—que sí son elegidos uninominalmente. De esta manera, el poder departamental dejaría de radicar en un cacique y se redistribuiría en un número mayor de líderes provinciales evitándose la tara actual del “centralismo pequeño” que se generó al dar facultades a una sola autoridad. El poder municipal se reforzaría, tal como sucede en los países más avanzados, encargándose de la educación, la salud y las obras y quehaceres de carácter local y provincial, mientras que el Gobierno Nacional retendría las tareas rectoras propias de un Estado unitario, además de las funciones administrativas y de infraestructura nacionales.
Respecto de las transferencias de los recursos del canon por recursos naturales, se debería abandonar por completo su distribución en función de delimitaciones políticas, en muchos casos arbitrarias o artificiales, y sustituirse por una distribución entre los distritos ubicados dentro del radio de influencia de las operaciones extractivas. Tal radio se establecería en función de la densidad de la población en los distritos de dicha área de influencia. De acuerdo al mismo criterio la región compartiría tales transferencias. Así cabría la posibilidad que una región que hoy no recibe canon, podría recibirlo en virtud de contar con población en el área de influencia de la industria extractiva, a pesar de que esta se encuentre situada en otra delimitación política.
Por último, el Gobierno Nacional debe reivindicar de una buena vez y con toda firmeza su soberanía sobre el agua y los recursos del subsuelo, y su poder para disponer de ellos en beneficio de toda la Nación. Esto es ahora tanto más urgente teniendo en cuenta la masiva migración desde los departamentos altoandinos a circunscripciones de la Costa; requiriendo dotarla del agua que hoy carece y que necesita para sustentar el desarrollo del territorio que alberga al 70% de los peruanos. De otro lado, tal inequívoca soberanía es vital para echar andar las decenas de proyectos mineros y petroleros paralizados.
Quizás el más importante planteamiento del Presidente Humala en su discurso del pasado 28 de julio fue el de abrir el debate para cambiar este fallido, dañino y peligroso experimento. Nadie le hizo caso y hoy tenemos, a todas luces, un País ingobernable.
[Lampadia si recogió la importante invocación del Presidente de la República, lamentablemente, tampoco encontramos eco. Ver: Por una descentralización más efectiva].