Roberto Abusada
La pandemia ha revivido en todo el mundo la discusión acerca de la dicotomía entre Estado y mercado. En el Perú, naturalmente, la izquierda infantil ha tomado esta clara tendencia como una oportunidad para declarar el fracaso del mercado. En cambio, la izquierda más madura al igual que los socialdemócratas de todo el mundo resaltan la necesidad de fortalecer el Estado de bienestar. Lamentablemente en el Perú esta discusión es absolutamente inútil porque el Estado es disfuncional; sus instituciones en su mayoría sufren de deterioro terminal y su aparato actual no cumple con proveer al ciudadano el estándar mínimo de servicios necesarios para poder ser calificado de operacional y efectivo. Dicho esto, es claro que en las circunstancias actuales el Estado es llamado a jugar un papel fundamental en cualquier sociedad. Nadie esperaría que el mercado asigne los recursos de un país en medio de una guerra donde se imponen la estrategia y la planificación. El problema que el Perú enfrenta es, sin embargo, que no cuenta para todo efecto práctico con un Estado que pueda funcionar a un nivel satisfactorio elemental.
Mirando con qué y cómo funciona el Estado en el Perú, vemos que en números gruesos éste tiene un tamaño equivalente aproximadamente a algo más del 20% del PBI, financiado principalmente con impuestos además de otros ingresos corrientes. De estos ingresos menos de la quinta parte se gasta en inversión y en obra pública. El resto se destina íntegramente al pago de salarios y otros gastos corrientes. La burocracia estatal abarca aproximadamente a medio millón de personas encargadas de la administración general del Estado. Además, están unos 300,000 maestros, 183,000 policías y miembros de las fuerzas armadas, y unos 17,000 empleados en los servicios de salud a los que habría que sumarle aquellos que trabajan en ESSALUD. Están luego los trabajadores del poder judicial y las empresas públicas como Sedapal y sus equivalentes regionales, además de otras como Petroperú y Electroperú. Un hecho notable es que en los últimos 15 años mientras la población económicamente activa aumentó en 30%, los trabajadores de la administración pública aumentaron en 90%.
Cabe preguntar ahora por la calidad de los servicios que el Estado brinda a los ciudadanos. Ciertamente, es fácil identificar las carencias en la educación y la salud, ya que sus pésimos resultados son más que evidentes. Igual es el caso de la seguridad ciudadana y el imperio de la ley a cargo de la Policía Nacional y la administración de justicia. Igualmente, nada positivo se puede afirmar del servicio que brindan el medio millón de empleados públicos en la administración general del Estado, los cuales despliegan sus labores bajo el paraguas de las frondosas normas como la Ley del Procedimiento Administrativo General de la que fluyen una innumerable cantidad de reglamentos, textos unificados de procedimientos, etc. En todas ellas se trata al ciudadano con displicencia, suspicacia y nula atención a sus necesidades en las tareas de crear riqueza o buscar justicia. En la legislación administrativa la palabra “ciudadanos” es reemplazada por “administrados” haciendo explícita la voluntad de tutoría y eliminando la verdadera función de servicio.
En suma, casi la totalidad de la riqueza nacional es producida por el sector privado, el cual financia todos los servicios de mala calidad que hoy brinda el Estado. Así, resulta poco menos
que suicida la actitud de displicencia y hostilidad con la que el Gobierno se relaciona con el sector privado promoviendo implícitamente la narrativa que postula que se puede prescindir de el, sin reparar que en este se origina todo –o casi todo– lo productivo de la nación.
Es en este contexto que se tiende a creer en un Estado capaz de hacerlo todo, cuando en realidad es solamente una entelequia, algo irreal que sólo existe en la imaginación de algunos insensatos.
Las discusiones sobre el rol empresarial de este Estado o la institución de un verdadero Estado de bienestar son de plano impertinentes en el Perú de hoy con las taras que aportan sus dañadas instituciones, su debilidad para ejercer legitima autoridad y el desmembramiento de la nación que ha significado la pérdida de su carácter unitario, producto de la errada estrategia de descentralización. Quienes hablan del Estado, su presunta funcionalidad y poder, deberían antes conocer a fondo las características del Estado que el Perú posee.
En medio de una descomunal crisis sanitaria y el desplome de la economía, haría bien el gobierno en tomar consciencia que solo de la mano del sector privado puede lograr los resultados que su discurso propone. Todo lo demás es hacerle un profundo deservicio a la nación.