Por: Roberto Abusada, Presidente del Instituto Peruano de Economía (IPE)
El Comercio, 26 de diciembre de 2019
El Comercio, 26 de diciembre de 2019
Hace poco el presidente del Banco Central, Julio Velarde, describió al desempeño de la economía como el peor en una década. En realidad, el 2019 será el peor de los últimos 18 años desde el 2001. Es cierto que la economía creció solo 1% en el 2009 en medio de la Gran Crisis, pero eso ‘no cuenta’ porque ese resultado fue producto del ‘Gran Susto’, que hizo caer la inversión en más de 24% y también le quitó velocidad al crecimiento del consumo. Nada de lo que sucedió en el 2009 le quitó a la economía su potencial de crecer rápidamente, tanto así que al año siguiente el crecimiento rebotó con fuerza hasta el 8,5%. En pocas palabras, ‘el susto’ le quitó unos 7 puntos porcentuales a la economía. Las posibilidades de crecer del Perú (su potencial) permanecieron intactas en alrededor del 6,5% por año.
Las cosas son ahora muy distintas: el potencial de crecimiento de la economía no es más el 6,5% que era hace 20 años. Hoy nuestra ‘nueva normalidad’ dicta que ese potencial se ha reducido a solo el 3,5%, y claro, este año el país ha fracasado en alcanzar siquiera esa magra cifra. Llama la atención que toda la discusión económica del presente se centre alrededor del porqué el crecimiento del 4% que esperábamos a comienzo del año (ligeramente por encima de nuestro ya pobre potencial) terminará en solo 2,3%. Nadie explica las razones de por qué el Perú no puede más aspirar a crecer 6% o 7%, ni por qué nuestro potencial ha caído a un nivel inaceptable.
Antes de ensayar una explicación a la abrupta caída en el potencial de crecer que ha sufrido la economía peruana, zanjemos de plano la discusión acerca del resultado de este año. Las razones que explican por qué el crecimiento no fue 3,5% o 4% son muy simples. Primero, el gobierno fue incapaz de hacer que la inversión pública creciera con gran fuerza como se propuso (la inversión pública crecerá casi cero). Segundo, dos sectores primarios, pesca y minería, tuvieron malos resultados; el primero afectado por huelgas y otros conflictos; y el segundo, por factores naturales. Tercero, el ruido político y la incertidumbre creados por el propio gobierno inhibieron en algo la inversión. Pero en medio de todo, tuvimos suerte: el crecimiento pudo ser 2% y no 2,3% gracias al ‘bono venezolano’; el aumento en el consumo privado proveniente de los cientos de miles de inmigrantes.
Regresemos ahora a explicar la desastrosa caída en nuestra capacidad de crecer más rápidamente. En primer lugar, desechemos la explicación idiota que dice que antes crecíamos más porque los precios de los metales eran altos. Entre el 2002 y el 2008, el Perú creció en promedio 6,6% con precios promedio del cobre y oro inferiores a los actuales. De lo que ha sufrido el Perú realmente es de una creciente desconexión entre un Estado que ha devenido disfuncional en su interacción con empresas, consumidores y ciudadanía en general. La autoridad cree que tiene el control y que sus manos están firmes en el timón, pero en realidad no gobierna y las ruedas de la economía van por otra parte. El Estado ha dejado de ser unitario como lo define la Constitución y se ha convertido en una colección de ‘regiones’ gobernadas en algunos casos por díscolos o simplemente corruptos reyezuelos. Mientras tanto, todos los entes del poder central abdican de sus obligaciones rectoras escritas claramente en la ley.
En la república del trámite y el país del permiso en que se ha convertido el Perú, se da la insólita situación en la que las empresas medianas, el núcleo productivo de todas las economías exitosas desde Alemania hasta EE.UU., simplemente no existen. Admitámoslo, las únicas empresas que pueden subsistir en el Perú son las microempresas informales y con productividad insignificante, y las grandes empresas que pueden soportar el peso de la sobrerregulación. Ninguna mediana empresa de 50 o 100 trabajadores puede dedicar 15% o 20% de su fuerza laboral a lidiar con la maraña de trámites y permisos que se multiplican día a día en los tres niveles de gobierno, como tampoco pueden pagar el ‘costo de cumplir’ las a veces absurdas normas que se les impone.
Súmese a todo esto el manejo absurdo de la corrupción que destruye empresas, que son activos nacionales, sin exigir rápidamente reparaciones y castigar a las personas culpables de delitos, en lugar de fabricar circos con fuegos artificiales interminables que duran literalmente años. Y finalmente está un Estado que ha claudicado ante un insignificante movimiento que impide el desarrollo de uno de los territorios mineros más ricos del mundo. En el examen de este tipo de causas podremos quizás encontrar nuevos caminos de esperanzadora solución.