En setiembre del 2008, la caída de la compañía de servicios financieros Lehman Brothers desencadenó un terremoto económico mundial. La llamada Gran Recesión, que se inició con la explosión de la burbuja inmobiliaria en EEUU, llegó a su clímax con la quiebra de Lehman, lo que generó una profunda crisis de confianza que desnudó los excesos de las grandes economías: su enorme endeudamiento público y privado, la fragilidad de su sistema financiero pobremente regulado, la insostenibilidad de sus sistemas de bienestar social, su falta de competitividad y sus rígidos mercados de trabajo que discriminan a los más jóvenes.
Para el Perú, por otro lado, el 2008 fue un año brillante: la economía creció casi 10%, la inversión privada –que representa más del 80% de la inversión total– aumentó 25,8%, aumentó el empleo y la recaudación fiscal de manera notable, y la pobreza siguió decreciendo fuertemente.
En cambio, al año siguiente el crecimiento se desplomó hasta solo 0,9% en medio de la desconfianza e incertidumbre causadas por la crisis internacional. El Perú no tenía los problemas subyacentes de los países en crisis, sino todo lo contrario: el país poseía sólidos fundamentos económicos: superávit fiscal, reservas internacionales cuantiosas, una deuda pública pequeña y un Tesoro Público con dinero ahorrado equivalente a más del 10% del PBI. En otras palabras, el Perú estaba dotado para capear la crisis sin recurrir a ayuda externa alguna. ¿Qué había sucedido entonces para justificar semejante freno? Sucede que la crisis externa había diezmado la confianza empresarial de manera tan grave que la inversión privada, lejos de crecer vigorosamente como el año anterior, cayó en más de 15%. No solo eso: la erosión de la confianza fue tan grande que provocó que las empresas disminuyeran su ritmo de producción y sus importaciones, lo que hizo que sus stocks cayeran de manera abrupta. Solo estos dos factores, la caída de la inversión y de los stocks, provocados por la desconfianza empresarial fueron responsables de 7,1% menos de crecimiento en el 2009. Es decir, el desánimo empresarial, originado en el extranjero, causó que la economía peruana creciera 0,9% en lugar de 8%. Esos 7,1 puntos porcentuales de menor crecimiento significaron unos 350.000 menos empleos y 5.300 millones de soles de menor recaudación fiscal.
Es fácil comprobar que el crecimiento y empleo del Perú actual dependen de manera decisiva del comportamiento del sector privado y este, a su vez, sigue de manera asombrosa al nivel de confianza, tal como se ve en el gráfico donde hemos desplazado hacia adelante dos trimestres la fecha del nivel de confianza registrado para comprobar que coincide de manera casi perfecta con el comportamiento de la inversión privada como realmente ocurrió.
Hace dos meses el Presidente Humala criticaba, de manera quizá poco elegante, a los gobiernos anteriores por atribuirse el mérito del crecimiento económico que hoy disfrutamos. Tenía razón; el crecimiento actual es mérito de la laboriosidad de nuestro pueblo y el empuje de empresarios grandes y pequeños, pero se equivoca el presidente al no reparar en que su actual popularidad se basa en ese crecimiento que puede desvanecerse, ya no por la crisis externa, sino por el daño auto infligido a la confianza que produce la clarísima marca estatista de los últimos anuncios de su Gobierno, por sugerir que en Venezuela hay ejemplos a seguir, por la aparente indiferencia ante importantes proyectos paralizados o postergados en minería y petróleo, por la falta de pericia y compromiso para conducir los procesos de consulta previa, por la falta de disposición en enfrentar al terrorismo blanco del movimiento antiminero, y por su ambigüedad frente a la suspicacia que rodea una eventual candidatura de su esposa. En efecto, el presidente parece estar jugando con fuego sin reparar que su popularidad puede incinerarse si ocasiona el fin de la bonanza económica, esta vez ya no a causa de eventos que suceden a miles de kilómetros, sino por actos originados en su propia casa.