Hace varias semanas, en este mismo espacio, describí, con no poca frustración, la tragedia de perder la oportunidad histórica que hoy tiene el Perú para sustentar su crecimiento en el largo plazo y acabar con la marginación y la pobreza. Destilando mis propuestas, las reduje a la necesidad de imprimir al interior del Estado lo que llamé un shock de gerencia pública.
Naturalmente, no había descubierto nada: si tenemos recursos, proyectos social y económicamente rentables y empresarios capaces dispuestos a realizarlos, entonces la inacción solo puede atribuirse a la inoperancia de un Estado que, en lugar de promotor, ha devenido en obstructor. Economistas de toda persuasión coinciden en este diagnóstico. Quienes creen que el Perú puede seguir creciendo a tasas altas, se equivocan meridianamente. Buena parte del crecimiento de las últimas dos décadas -que se ha producido gracias a la apertura económica, nuestra integración al mundo y a la liberalización de los mercados- se vio también favorecido por un fuerte rebote después de tres décadas de estancamiento atribuible a deficientes políticas públicas.
El Perú se va a estancar a mediano plazo si no reformamos al Estado. Nuestra gerencia pública es deficiente, con funcionarios sub-estándar, mal pagados y amenazados por la frecuente judicialización de sus decisiones. Nuestras normas están plagadas de requisitos kafkianos y presunción de delito -en el último terremoto de Pisco, por ejemplo, el anterior Contralor de la República llegó al lugar antes de iniciarse la más mínima acción de reconstrucción. Nuestro sistema educativo es rehén de un sindicato disfuncional y el acceso a la salud, nutrición y prevención excluye a grandes mayorías. El acceso al agua es restringido y nuestra infraestructura de transporte imposibilita la integración de los más pobres al mercado. Y es ya ocioso referirse a una descentralización puesta en marcha de manera tan irresponsable y que, en ausencia de una drástica transformación, nos augura penurias insospechadas.
Todo este diagnóstico parece ser plenamente compartido por el actual ministro de Economía, quien ha propuesto ante la prensa, precisamente, aplicar un shock a la gerencia pública. Convencido de que no se podrá sustentar el crecimiento con una efectividad gubernamental peruana que el Banco Mundial coloca en el puesto 104 entre 192 países, o con funcionarios públicos con un nivel de competencia que el Foro Económico Mundial sitúa en el puesto 68 entre 80 países estudiados y cuyos salarios son los más bajos en relación a los del sector privado, entre todos los 47 países que abarcó un estudio del FMI, es indispensable actuar (ver información detallada en http://www.ipe.org.pe/comentario-diario/26-10-2012).
Pero en una muestra de realismo, el ministro también implícitamente deja entrever que una reforma completa del Estado es una tarea técnica y sobre todo política de largo aliento, y que la situación presente requiere de la puesta en marcha de acciones inmediatas. Entre estas, se ha enfatizado la tercerización de muchas tareas públicas, es decir, la delegación completa de la gerencia a entidades privadas y, en otros casos, la entrega de labores de gerencia a cuadros especializados en el sector público con amplio respaldo político y con apoyo de asesores externos de primer nivel. Preocupación especial ha mostrado el ministro en la consecución de varios megaproyectos, dada su contribución enorme en el PBI y sobre todo la recaudación fiscal. Paralelamente, propone una reforma en el servicio civil y la dación de normas que destraben la ejecución de proyectos productivos y sociales.
En pocas palabras, el ministro piensa en una reforma del Estado y a la vez propone atajos inteligentes para no perder la brillante oportunidad de progreso que tiene al frente hoy nuestro país. Sin embargo, nada logrará el ministro sin un apoyo político decidido del Presidente y todo su gabinete.
Deseémosle suerte.