Comentario de Lampadia
Estamos de acuerdo con Webb que quién no duda no aprende.
En el caso de su artículo anterior, la referencia a Chile debió tal vez (duda), comentar que ya habían tenido un par de décadas de muy alto crecimiento y que entre las políticas de la Concertación y las limitaciones de su geografía, recursos y población, se hizo difícil mantener el mismo ritmo de crecimiento. Esto hacía la comparación con la India (probablemente) insuficiente.
Una verdad evidente dice que es más fácil correr rápido cuando uno recién empieza a avanzar. Sucede en la vida biológica: el bebe y la planta se desarrollan físicamente con más velocidad que sus versiones adultas. Y sería el caso también del crecimiento económico. Así se explicaría la velocidad del desarrollo de la China. Cuando mencioné en una columna reciente que India se había vuelto uno de los países más dinámicos del mundo, varias personas me llamaron la atención diciendo que eso no tenía nada de excepcional porque India partía desde un fuerte atraso. Una cosa es seguir el camino ya trazado por otros, otra sería si Suecia o Estados Unidos crecieran a siete por ciento al año.
La ventaja del atraso sería una verdad intuitiva, de esas que no necesitan comprobación. Apenas la afirmamos, el cerebro nos confirma diciendo “evidente.” Pero además la teoría tiene comprobación histórica pues, entre los países que siguieron los pasos a Inglaterra en el camino de la industrialización, como Francia, Alemania, Rusia, Japón y Corea del Sur, cada uno creció con más velocidad que el que lo precedió.
Sin embargo, una segunda verdad intuitiva afirma exactamente lo contrario. El atraso económico, dice, es un resultado de “círculos viciosos,” y de “trampas de la pobreza.” Uno es pobre porque es pobre. Al pobre le falta ahorro, educación, salud, conexión, derechos de propiedad y estabilidad política, entre otras carencias, y cada una de esas carencias refuerza las demás, haciendo casi imposible salir de la pobreza. Por mucho tiempo, India ha sido el ejemplo más citado de ese entrampamiento, país donde todo parecía impedir la modernización. Y en el Perú, ese mismo argumento se citaba para justificar una visión pesimista acerca del futuro de la masa campesina de la sierra. El atraso, entonces, no sería un factor favorable sino un estorbo, una causa de inercia, cuando se trata de avanzar.
Lo interesante de estas dos creencias no radica en comprobar cuál es el grado de verdad de cada una. Es de esperar que la aplicabilidad en cada caso dependa de las circunstancias. Más que explicar la realidad externa, las creencias revelan la fuerza de nuestra propia credulidad. Lo que fascina es el poder de convencimiento de cada idea y la seguridad que sentimos cuando apelamos a la una o a la otra. El fenómeno pasa de las manos del economista a las del psicólogo, y justamente ha sido analizado por el neurólogo Robert Burton en un libro titulado “Sentirse seguro, (creer que uno tiene la razón aun cuando no la tiene).” La tesis de Burton es que vivimos una época de fundamentalismos, de creencias absolutas, y que la causa se encuentra en los mecanismos contradictorios del cerebro. Necesitamos sentirnos seguros, necesitamos creer que sabemos la verdad. La parte realista del cerebro nos puede decir que esa verdad en realidad no existe, pero una parte más dominante del cerebro exige que aceptemos la creencia porque necesitamos sentirnos seguros. Así, la ciencia se complica. Para entender al mundo debemos entender también a nuestros propios cerebros, o sea a los instrumentos que usamos para percibir y procesar la información que recogemos del mundo externo.
La agenda educativa para el siglo XXI entonces debe enseñar no sólo lo que sabemos del mundo externo, sino lo que estamos descubriendo acerca de cómo funcionamos nosotros como personas. Uno de los objetivos más difíciles en ese sentido sería aprender a dudar. Alumno que no duda de su maestro no debería ser aprobado. Tampoco el alumno que no aprende a decir varias veces al día, “no sé.”