Esperaba un carro en un barrio de Lircay en Huancavelica cuando se acercó una señora portando un balde de plástico cargado de hielo y copitas de gelatina. Vestía una falda simple, chompa rosada y el sombrero negro sin adornos de la campesina huancavelicana. Me pareció higiénicamente arriesgado aceptarle la oferta, pero sucumbí ante la frescura de su cara y personalidad, más de anfitriona casera que de vendedora suplicante. ¿Usted ha preparado las gelatinas?, pregunté. “Sí –dijo–, es que he venido a ver a mi hija que estudia en la universidad”. ¿Universidad?, dije asombrado. “Sí. Ella estudia ingeniería minera en la universidad nacional”. ¿Usted es de Lircay? “No, somos de una comunidad por allá”, dijo, señalando hacia los cerros con la mano, “pero mi hija ingresó y he venido a visitarla. Vendo gelatinas y otras cosas para pagar el pasaje. Mi hija también vende cuando necesita dinero”. Todo esto lo decía con cara de entusiasmo y de confianza.
De niña había soñado con la carrera, pero vivían en casa de un tío, y él no apoyaba su anhelo universitario. La hija no entendía por qué su tío era así, incluso soñó que “el tío le cerraba la puerta”. Igual postuló, pero su nota de 11,700 no bastaba, y lloraba por eso. Su mamá insistió: “Sí puedes. No debes quedarte así, aunque postules cinco veces vas a ingresar”. Se preparó en una academia de Huancayo, y finalmente ingresó. Su tío siguió desalentándola, diciendo que esa carrera no era para damas, sino para varones. Igual se instaló en Lircay, subsistiendo de la pensión universitaria. La mamá dijo que haría lo mismo para sus cuatro hijos: “Mi hija, la mayor, me ayudará para que también sus hermanos puedan estudiar en la universidad. Gracias, Dios, padre santo”.
Un segundo encuentro ese mismo día fue con un hombre que salía del municipio, cargando papeles, vestido con traje típico y una flor en el sombrero, signo de autoridad en Huancavelica. Accedió a la foto, pero, bromeando burlonamente, dijo que él también iba a fotografiarnos. Conversando, descubrimos que era presidente de una comunidad campesina, se había graduado en Educación en La Cantuta, ahora estudiaba Derecho, y preguntó si podíamos ayudarlo para hacer estudios de posgrado.
Un tercer encuentro, también casual, se produjo cuando visitamos la Universidad para el Desarrollo Andino. Descubrimos que se trataba de la primera universidad bilingüe del Perú, una de11 universidades que ensayan la “interculturalidad”. Allí todo estudiante debe hablar y escribir quechua para graduarse. Mientras esperan el permiso final, funcionan en un moderno local, con profesores y alumnos entusiastas. Su filosofía es “apostar por la gente de acá”. La labor del agrónomo, trabajador de salud o dirigente entre una población quechuahablante no puede ser eficaz si no domina el idioma ni conoce la cultura local. Finalmente, tuvimos el honor de conocer al alcalde provincial de Angaraes. Cuando preguntamos acerca de su plan de trabajo, nos proporcionó su reciente tesis universitaria, donde se analiza la provincia y se propone una estrategia de desarrollo.
La integración nacional tiene un largo camino por delante, pero dos polos de la sociedad, aparentemente distantes, el campesino andino y la universidad, se están acercando rápidamente.
Publicado en El Comercio, 7 de octubre de 2013