Richard Webb
El Comercio, 20 de octubre del 2024
“Hemos tenido más éxito con la multiplicación de los datos que con la sabiduría en su uso e interpretación”.
En las ciencias sociales, el economista se distingue porque sus pronunciamientos se basan en gran parte en la matemática, no solo en la intuición y la sabiduría, que son las herramientas principales del sociólogo. La divulgación masiva de estadísticas en todos los medios les llena el plato a los economistas, que deben interpretar y explicar los números que aparecen cada día, y la aptitud matemática se ha vuelto una exigencia para la carrera del economista.
No siempre fue así. Mis propios estudios se iniciaron en una universidad europea cuyo decano de Economía rechazaba el uso de la matemática. Pero era el fin de un período. Cuando postulé al posgrado de Economía en una universidad de EE.UU., la aceptación fue condicionada a un examen de matemática, postergando mis estudios doctorales mientras me ponía al día con la matemática que me faltaba. Los economistas hemos pasado a otro mundo, casi ahogándonos en dígitos tratando de comprender y dirigir nuestra economía. Mi conversión personal –de analfabeto a devoto de los dígitos– llegó incluso a la creación de un Instituto Cuanto, dedicado a descubrir la economía y la vida diaria a través de los números.
Sin embargo, hemos tenido más éxito con la multiplicación de los datos que con la sabiduría en su uso e interpretación. Para el economista, el padre de todos los números es el PBI, el valor total de la producción de bienes y servicios, dato que se ha convertido en el objetivo casi incuestionado y en la medida casi única del progreso de una economía. Medimos el PBI sumando el valor de todos los bienes y servicios producidos según su precio de venta. Pero en una economía en crecimiento es normal que para una gran parte de las empresas el costo de producción se reduzca gradualmente por efecto de una mayor escala de producción, y además por el continuo avance tecnológico.
Sin embargo, tales “avances” por la reducción de costos pueden crear la ilusión estadística de un menor crecimiento. El ejemplo de los teléfonos celulares es un caso dramático: para el consumidor, el valor del celular es gigante, a tal punto de que su tenencia está llegando a casi el 100% de la población mundial. El uso y la tenencia del celular han crecido tanto durante la última década que su aporte al bienestar mundial –tanto en la forma de consumo como de productividad– sin duda tiene poca relación con su valor comercial.
Las dudas acerca de nuestra capacidad para medir el crecimiento económico han sido conocidas desde hace tiempo, y una reacción ha consistido en los intentos para medir la “felicidad”, con base en entrevistas personales e intentos de medir la “valoración” subjetiva de las personas a sus condiciones de vida, como los realizados por la politóloga peruana Carol Graham, y el sociólogo también peruano Jorge Yamamoto. Una forma de iniciar más reflexión sobre el tema puede ser la propia. En mi caso, una vida larga me ha regalado experiencia panorámica que me sirve de primera aproximación al problema.
Pienso, por ejemplo, en el accidente que me salvó la vida a los 15 años cuando sufrí una infección en un pie que rápidamente me puso al borde de la muerte. Por suerte, la penicilina acababa de ser descubierta y, terminada la guerra mundial, empezó a ser producida para el público general. Su costo era insignificante. Uno que otro avance sanitario hicieron posible la duplicación de la expectativa de vida de la población peruana; así, aumentó de 35 a 70 años. Esa mejora extraordinaria no estaría incluida en las estadísticas que miden nuestra economía.