Por: Richard Webb
El virus nos está abriendo los ojos a muchos detalles de la vida colectiva que pasábamos por alto, por ejemplo, la cara multifacética del trabajo. En los lejanos tiempos pre-COVID, una de las estadísticas más influyentes era la tasa de desempleo, pequeñita cifra, pero todo un David ante los Goliat del BCR y MEF. Un aumento en el desempleo era casi una orden para pisar el pedal. Pero hasta allí llegaba el tema del empleo. Nadie se molestaba con quien hace qué, adonde, con qué productividad y qué retornos, con qué horarios, aprendizaje y logística, y en qué combinación y colaboración con otros. Las mil facetas del empleo quedaron como un terreno sin dueño, demasiado sociológico para el economista, demasiado económico para el sociólogo. Los pedestres detalles de cómo nos ganamos la vida los 8 millones de hogares peruanos, y cómo ese trabajo se engarza con el resto de nuestra vida familiar y social, no motivó la investigación académica ni el debate político que hoy servirían para defendernos mejor de los estragos del COVID.
Un ejemplo es el desconocimiento sobre la importancia que ha adquirido el ir y venir de los trabajadores. Nuestra imagen de una población campesina llevando vidas centradas en sus tierras y comunidades no corresponde con la explosión migratoria que hoy la caracteriza. Hace un cuarto de siglo, sólo uno de cada cuatro campesinos combinaba las tareas de su propia chacra con un trabajo temporal fuera de sus tierras. Hoy, más de la mitad de los campesinos viaja temporalmente para realizar un trabajo lejos de su propia chacra. En la región Cusco, la proporción ha subido de 24% a 61%. Por algo se vive una explosión en el uso de mototaxis y motocicletas. En sólo quince años las motos se han multiplicado casi diez veces, y los mototaxis ocho veces. Impresiona también la frecuencia de los viajes interprovinciales: en promedio, cada peruano viaja hoy más de tres veces al año. Sin duda, la estrategia COVID necesita tener en cuenta esta nueva dependencia migratoria.
También hemos hecho caso omiso a las complejidades, como las del trabajo múltiple y el trabajo parcial. Desaparecen las horas como taxista Uber que realiza un oficinista, y los días de trabajo como seguridad privada de un guardia civil. Desaparecen también los “cachuelos” que realizan dos de cada tres maestros de escuela pública, muchas veces como profesores en colegios privados, pero también en una infinidad de otras actividades. El imperativo ordenador de los estadísticos nos obliga a simplificar y encasillar, clasificando a cada uno como formal o informal, albañil o contador, chofer o agricultor, escondiendo la realidad de un país donde el multi-oficio es una tradición. En forma similar, los datos oficiales esconden mucho del trabajo parcial que realizan niños y amas de casa, aunque sus aportes al bienestar económico de un hogar es parte normal de la vida familiar, y además, en el caso de los niños, parte de un sano aprendizaje tanto de habilidades técnicas del trabajo como de sentido de responsabilidad.
Hoy, el reto del COVID está obligando a un acercamiento a la población trabajadora, pero el éxito de las estrategias de apoyo y reactivación dependerá del realismo y conocimiento en que se basan. Las fórmulas heredadas, como “capital humano” o “formalidad,” sirven para el discurso político y para la carrera académica, pero diseñar e implementar esquemas de apoyo en un contexto de crisis requiere de miradas más específicas a la realidad del trabajo, un aprendizaje inesperado que está resultando de esta crisis.