Richard Webb
El Comercio, 30 de junio del 2024
“A pesar de un tablero inclinado a favor de la industria, en casi todos los países el crecimiento ha sido mayor en sus actividades no industriales”.
Asistí recientemente a la celebración de los 120 años de la Sociedad Nacional de Industrias, donde el entusiasmo de los discursos me hizo recordar la pasión teórica y programática que caracterizaban los debates políticos y económicos de hace medio siglo.
Es que, durante la mayor parte del siglo pasado, la industrialización se erigía como el camino, único y verdadero, expresamente designado por la providencia para salvar al mundo de la pobreza. En realidad, las ponencias que escuché en el evento del aniversario se referían estrictamente a la misión práctica y actual de su institución y de sus socios, y a propuestas administrativas para encararlas, y confieso que la ausencia de las banderas teóricas del pasado fue una buena sorpresa para mí.
Para explicar, debemos retroceder cinco o seis décadas, a mi época universitaria, cuando las frases “desarrollo económico” e “industrialización” eran casi sinónimas para la mayoría de los economistas y políticos. Oponerse a cualquier medida que favoreciera la industrialización, por más costosa o negativa que fuera para otras actividades, era equivalente a un sabotaje del objetivo prioritario de la nación. Esta idea fue expresada con particular claridad en el mensaje de una misión de la Cepal, preparada en 1959, que realizó un estudio particularmente detallado, titulado “El desarrollo industrial del Perú”, evaluando cada subsector industrial y sus relaciones con el resto de la economía, opinión que fue repetida y reforzada por sucesivos informes e historiadores como John Sheahan de Williams College. El éxito de la economía entera, se concluía, dependía críticamente del éxito en la industrialización.
Pero en el caso peruano hay calor. Por ello es fácil entender, entonces, el apasionamiento teórico y la volatilidad de las medidas políticas que existieron durante varias décadas.
Sin embargo, el mundo no ha parado de evolucionar, y tanto las ideas como las realidades han cambiado sustancialmente. La producción total se ha elevado enormemente en la mayoría de los países. Sin embargo, a pesar de un tablero inclinado a favor de la industria, en casi todos los países el crecimiento ha sido mayor en sus actividades no industriales. Así, a lo largo de un período de más de medio siglo, la economía mundial ha crecido “desindustrializándose”. La interpretación podría ser que las diversas políticas proindustriales han sido exitosas, aunque no tanto en la producción industrial misma sino porque, de alguna manera, han favorecido el crecimiento de la agricultura y de los servicios.
A primera vista se trata de un resultado ilógico, pero una posible explicación es que el mismo éxito productivo de la industria ha significado que los costos de producción manufacturero se han abaratado más que en otras actividades, reduciendo así sus precios y su valor frente a los servicios y productos agrícolas. Para las manufacturas, los costos se vienen beneficiando sustancialmente por el avance imparable de la tecnología, permitiendo así una multiplicación de la producción a menores precios. Los servicios, más bien, dependen en mayor grado del costo de la mano de obra, costo que más bien tiende a aumentar en función de su propio éxito en el mercado. Paradójicamente, la continua reducción de costos industriales nos permite consumir más y más servicios. O sea, el éxito de los industriales –y de su sociedad– nos permite gozar de más y más servicios.