Por: Richard Webb, Director del instituto del perú de la USMP
El Comercio, 26 de agosto de 2018
El Comercio, 26 de agosto de 2018
Uno de los privilegios del éxito personal es el de ser dueño de la historia. El exitoso explica la victoria a su manera, resaltando sus propias cualidades y borrando discretamente las manchas de sus jugadas menos limpias. Lo que queda es una versión oficial que describe un triunfo de lo correcto, celebrado apropiadamente en reuniones de alta formalidad, como en un club que exige el uso de terno. Con el tiempo, la virtud se enquista como explicación. La teoría es reforzada por fotos celebratorias donde lo que se percibe es el éxito acompañado de alta formalidad. Lo que también juega a favor de la teoría es la falacia lógica, “post hoc ergo propter hoc”. Esto es, si hoy el éxito se encuentra visiblemente asociado con lo correcto, entonces lo correcto seguramente explica el éxito.
Esa falacia explicativa se encuentra también en las explicaciones del éxito de los países. El club de los exitosos es la OCDE, y sus 34 socios se han comprometido a estrictas reglas de formalidad gubernamental y de mercado, reglas que reflejan una versión del éxito que premia la formalidad y las buenas prácticas de gobierno.
La explicación del extraordinario salto productivo de Corea del Sur, por ejemplo, resalta varias de esas buenas prácticas. Desde 1960 hasta la fecha, el crecimiento anual de Corea ha promediado 6% por habitante al año. Entre los factores más citados en la historia de ese éxito se menciona una distribución de ingresos muy equitativa, que habría favorecido la paz social, altos niveles educativos y un fuerte compromiso con el desarrollo de las exportaciones y la economía del mercado. La realidad, sin embargo, fue más compleja. Las versiones oficiales, basadas en cálculos deficientes de la distribución de los ingresos, exageran la igualdad social del país en su etapa de despegue. Y rara vez se menciona la existencia de una dictadura que simplemente encarcelaba a dirigentes sindicales. Cuando recién empezaba su desarrollo en los 60, un informe del Banco Mundial se negó a aprobar créditos citando la corrupción, la falta de infraestructura y la desorganización general del país. Y si bien Corea del Sur goza hoy de niveles educativos excepcionalmente altos, durante las primeras décadas de despegue productivo su fuerza de trabajo padecía de niveles bajos de escolaridad. En 1971, por ejemplo, apenas el 7% del grupo de edad potencial asistía a la universidad, aunque esa cifra se ha elevado hoy a 95%. La historia también tiende a omitir un recuento de la muy estrecha relación entre los grupos empresariales –los ‘chaebol’– y los funcionarios del Estado.
Otro caso que no encaja muy bien con la teoría del buen comportamiento o formalidad como clave central para el desarrollo es Italia. Desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, Italia no ha dejado de ser un caso de “malas prácticas”, según el canon de la OCDE. La ineficiencia de su Estado es legendaria, la corrupción sigue controlada por poderosas mafias (que continúan enquistadas después de asesinar a los principales jueces que buscaron acabar con su poder), la desigualdad entre el norte y sur del país sigue fuerte, y la inestabilidad política ha sido tan alta que desde 1946 los jefes de Estado han rotado, en promedio, cada año. Según las teorías modernas, Italia debería haberse quedado en la cola de los países de Europa Occidental en cuanto al desarrollo. Sin embargo, Italia registró la tasa más alta de crecimiento económico por persona en el medio siglo después de la Segunda Guerra Mundial.
¿Y qué decir del Perú? En el último cuarto de siglo, el Perú, no obstante su pésima educación, falta de infraestructura, alta corrupción, alta informalidad y fuertes diferencias sociales y económicas entre su población, ha registrado un crecimiento económico anual por persona de 3,5%, superando a casi todos los países (altamente formales) de la OCDE, cuyo promedio fue apenas la mitad de nuestro crecimiento.
En cuanto al club de la OCDE, se me viene a la memoria una broma de Groucho Marx. “Yo no quisiera ser socio de un club que acepta a gente como yo”. Quizás debemos formar nuestro propio club, un club para los incorrectos.