Un axioma de la vida peruana es que Lima barre para adentro. Hace unos meses asistía a un seminario en Cusco donde el rector de una universidad local dijo: “El dinero de los cusqueños se lo llevan los bancos a Lima”. A nadie en el evento se le ocurrió cuestionar esa evidente verdad.
Ciertamente, las modalidades para el aprovechamiento pueden cambiar, pero es indudable que el limeño siempre sale ganando a expensas del provinciano. Antes, era más que nada por la propiedad de las haciendas. Hoy, Lima tiene otros medios para extraer dinero al resto del país, como las empresas mineras y de energía, las grandes fábricas que capturan a clientes en todo el territorio, los comerciantes que pagan poco al campesino cuando compran sus alimentos y el Estado, que cobra impuestos en todo el territorio pero, cuando gasta, asigna una tajada desproporcional a Lima.
Y, como afirmó el educador cusqueño, los bancos son parte de esa confabulación limeña, que se llevan el ahorro de las provincias para sus clientes en Lima. La riqueza, como un río, necesariamente baja por el cerro.
Sin embargo, la estadística no siempre respeta los axiomas. Según la Superintendencia de Banca, Seguros y AFP, el 45% de los créditos otorgados en provincias se financió con ahorros captados en Lima. Las cajas municipales, creadas para financiar negocios en las regiones, se pelean las mejores ubicaciones en los barrios pudientes de Lima, como San Isidro y La Molina, para captar ahorros que llevan a sus provincias.
Las cajas rurales han adoptado la misma estrategia. Es casi un saqueo de la plaza financiera limeña a fin de favorecer a clientes provincianos ávidos de crédito para sus pujantes emprendimientos. La realidad es al revés de lo que afirmó el académico cusqueño. En el caso de la liquidez financiera, el río está subiendo el cerro.
Además del crédito financiero, otra corriente que sube el cerro son los dineros que mandan los emigrantes desde Lima a sus padres y abuelos que siguen viviendo en las provincias. A esa corriente familiar se suman las donaciones de múltiples proyectos de solidaridad social que regalan dinero, alimentos, medicinas y ayudas educativas.
Según las encuestas, cada año las familias provinciales financian entre 5% y 10% de sus presupuestos con las remesas que reciben de sus familiares y de proyectos de solidaridad, sin contar el valor de muchas pequeñas obras financiadas por donantes.
Pero de todas las corrientes que hoy desafían la gravedad, la más ancha es la de las transferencias fiscales. Por casualidad, estamos a pocas semanas de cumplir cincuenta años desde el nacimiento de ese flujo, que podría identificarse con las primeras elecciones de autoridades municipales, decretadas por Fernando Belaunde apenas fue elegido presidente en 1963.
Desde esa fecha, el peso del poder descentralizado ha crecido sostenidamente y lo que era apenas una acequia –el gasto público de los municipios antes no pasaba de 1% o 2% del presupuesto del Estado– es hoy como un Marañón.
Sumando municipios y regiones, el gasto público descentralizado, casi todo financiado desde Lima, es un tercio del presupuesto total. Un Marañón que trepa el cerro.
Publica en El Comercio, 11 de noviembre de 2013