Si queremos descubrir el mundo, debemos primero entender cómo funcionan nuestros ojos. Esa es la lección que se deriva del experimento realizado por dos psicólogos, difundido en YouTube con el nombre de El Gorila Invisible. A un grupo de estudiantes se le asignó, como prueba, observar un video de básquetbol y contar los pases de pelota. Al final, se les preguntó si vieron algo o alguien que no era parte del partido. La mayoría contestó que no, a pesar de que un hombre disfrazado de gorila había cruzado la cancha de juego, acercándose visiblemente a la cámara. Muchos se negaron a creerlo, pero, cuando observaron el video por segunda vez, todos vieron el gorila. Sus ojos, sin duda, habían registrado al gorila, pero su cerebro, programado solo para contar pases, filtró esa información ‘irrelevante’.
El economista es una víctima frecuente de esa selectividad cerebral, basada en expectativas. En el 2008, pocos ‘vieron’ el colapso financiero inminente, aunque casi toda la información que se tiene hoy ya se tenía antes de la crisis: las estadísticas de las deudas, las prácticas atrevidas y la vulnerabilidad creada por la interrelación de los mercados. Economistas reconocidos aseguraban, citando números precisos, que no existía peligro. Hoy, cuando se pasa nuevamente el video financiero del 2008, todos ven que la crisis estaba cantada.
El Perú había sufrido un evento similar diez años antes. En 1998 las evidencias de peligro financiero fueron filtradas porque la maravilla del nuevo modelo económico peruano parecía excluir esa posibilidad de un colapso. En los años que siguieron sufrimos una recesión y la desaparición de un tercio de los bancos.
Otra mala pasada del cerebro fue la que nos hizo creer, en 1970, que la pobreza rural se iba a solucionar simplemente redistribuyendo la propiedad de la tierra. Los datos del censo agropecuario dejaban en claro que la reforma agraria sería más una redistribución de pobreza que de riqueza, pero el cerebro prefirió dejarse llevar por los entretelones emotivos de esa medida, y filtró los datos incómodos. Creyendo que la redistribución bastaba como solución definitiva, el gobierno militar de la década de 1970 descuidó la inversión en caminos y la capacitación de los campesinos, ambos necesarios para resolver la pobreza rural.
Años después, la filtración fue responsable de otro error de percepción cuando nos convencimos de que el microcrédito no existía porque los pobres no contaban con títulos formales de propiedad que sirvieran de garantía bancaria. Haciendo caso omiso a esa idea, el microcrédito apareció en la década de 1980 y aumentó vigorosamente en la década siguiente, impulsado por las cajas municipales, Mibanco y las entidades de desarrollo para la pequeña y microempresa (edpymes), ninguno de los cuales exigía títulos para sus microcréditos.
Paradójicamente, el Perú es hoy uno de los campeones mundiales del microcrédito, pero a la vez es donde más se propaló la teoría de la imposibilidad de crédito sin títulos. En el caso de la reforma agraria, el paradigma que nos cegó obedeció a una lógica de izquierda. En el caso de la supuesta necesidad de títulos, el paradigma obedeció a una lógica de derecha, que otorga primacía a la propiedad privada. En ambos casos, el cerebro no permitió ver al gorila invisible.