En nuestro país hay más de 100 ciudades con población cercana o superior a los 50.000 habitantes. Muchísimas como Tumbes o Andahuaylas no cuentan con relleno sanitario. Hay clínicas y hospitales que descargan sus desechos infecciosos sin mitigar previamente sus nocivos efectos, a pesar de que los vertimientos de las cloacas no son tratados antes de desembocar al mar. Curtiembres y tintorerías también son desaprensivas respecto a sustancias ácidas o a soda cáustica. En Lima hay varios municipios que no recogen la basura diaria o, al menos, interdiariamente, y el hollín, el monóxido de carbono y el azufre agobian a vecinos y transeúntes en las principales ciudades peruanas.
Estos problemas ambientales que amenazan la salud de más de dos tercios de la población nacional no inquietan a las autoridades ambientales, que esconden su desbordante ineptitud para encararlos esgrimiendo con desproporcionada alharaca el asunto de la minería informal o, alternativamente, impulsando esotéricas discusiones sobre el supuesto origen antropogénico del cambio climático.
La alharaca antiminera consiste en confundir a la opinión pública metiendo en un mismo saco a la pequeña minería subterránea, que incide poco en el entorno, con la aluvial, que afecta extensas áreas con densa vegetación. También confunde al invasor con el concesionario, llamando ilegal a quien no puede cumplir con la ‘permisología’, así sea titular de concesión. Finalmente, mezcla las actividades de extracción con las de procesamiento. La incapacidad, la mala fe o la flojera han inducido a la burocracia a descalificar de plano a todos los pequeños mineros, así operen en costa, sierra o selva, levantando barreras legales imposibles de sortear. Hernando de Soto estima que se requieren invertir unos 80.000 dólares y cuatro años de trámites para lograr la formalidad.
A los inventores de este sistema de exclusión social la pobreza de miles de compatriotas parece tenerlos sin cuidado. Sorprende, en cambio, la diligencia para con los patrocinadores que desde ONG ambientalistas digitan sus actos.
La otra estratagema, el del origen antropogénico del cambio climático, también tiene consecuencias perversas. Para comenzar, las cuestiones atmosféricas son asuntos muy nebulosos, por decir lo menos. Los ciclos solares, o la variación orbital del planeta, que son factores gravitantes e incontrolables del clima, son desdeñados por los partidarios del antropogenetismo para así atribuir el cambio climático exclusivamente al dióxido de carbono producido por el hombre. Esa es la tesis falaz de varias organizaciones políticas internacionales. Y esa suposición arbitraria puede resultar enormemente perjudicial para el interés nacional si terminara resolviéndose en la eventual restricción del consumo de hidrocarburos, es decir, entorpeciendo nuestros esfuerzos para alcanzar mejores niveles de vida. El otro riesgo es que como la frondosa biomasa tropical fija carbono y libera oxígeno, la burocracia internacional logre mediante presión, ofrecimiento de prebendas a funcionarios u otros subterfugios, que el Perú constriña sus prerrogativas soberanas en nuestra Amazonía.
Nadie en su sano juicio puede desentenderse de los problemas ecológicos. Pero de allí a terminar como títeres de manipuladores foráneos y fundamentalistas hay un gran trecho.
Si a las autoridades peruanas les interesa realmente el medio ambiente, que bajen de las nubes: que recolecten diariamente la basura, que traten las aguas servidas y que construyan rellenos sanitarios. Recién entonces sería comprensible que se aboquen a las elucubraciones climáticas, siempre y cuando estas estén sustentadas en información científica veraz, no inspiradas en suposiciones antojadizas.