Rafael Belaunde A.
Perú21, 25 de mayo de 2016
Son actividades económicas informales aquellas que se ejecutan fuera del marco normativo legal. La informalidad supone ausencia de cargas tributarias directas, elusión de trámites y liberación de sometimiento a regulaciones, pero también implican inseguridad y desprotección por parte del Estado. Cuando los beneficios de la formalidad superan sus costos, la informalidad carece de incentivo.
Como aquí la tributación tiene un importante componente indirecto que grava a todos (impuesto a las ventas y selectivo al consumo), muchos que no encajan en la formalidad por incapacidad de asumir su costo son legítimamente informales. Ejemplos: lustrabotas, lavacarros, vendedores ambulantes, la mayoría de los campesinos, y el grueso de los mineros informales.
Se estima que alrededor del 50% de la actividad económica es informal y el autoempleo bordea el 40%. Ese 40% no es alevosa o voluntariamente informal, simplemente no tiene alternativa.
Existe, claro, el informal ilegítimo que evade externalidades transfiriéndolas a la sociedad o al medio ambiente, como el que genera daño ambiental sin asumir el costo de remediarlo.
La informalidad que debe combatirse, entonces, es la alevosa, no la legítima, pero nuestro Estado miope ataca por igual a justos y pecadores. Su abuso es secular: durante la Colonia, por ejemplo, se apeló a las “Reducciones de Indios” para enfrentar la inadaptación al sistema. El sustento argumentativo de la catequización que se utilizó para justificarlas terminó siendo una excusa para despojar de tierras a la población indígena. Ya en la República, en la década del veinte, la Ley de Conscripción Vial, que implicaba trabajo obligatorio, solo podía redimirse pagando el equivalente al trabajo que se evadía: una barrera para pobres. El antiguo Servicio Militar Obligatorio, con sus válvulas de escape elitistas, era igualmente discriminatorio.
Los actuales argumentos para marginar se sustentan en una aspiración utópica: acomodar la realidad a la normativa, no al revés. Se imponen parámetros arbitrarios a quienes no “encajan” en el sistema. Se elaboran normas como si nuestra sociedad estuviera compuesta solo por agentes prósperos y poderosos, lo cual explica el alto grado de informalidad prevaleciente.
Si alguien instala una botica en el garaje de su casa en algún distrito emergente, la autoridad puede clausurarla por no contar con un farmacéutico colegiado. Si se decide construir una vivienda, la asistencia de un maestro de obras incumple la obligación de supervisión permanente de un ingeniero. A los mineros artesanales se les obliga a contar con estudios más complejos que los que se requirieron para abrir la mina Toquepala. El Estado desprecia prácticas tradicionales para imponer, a rajatabla, procedimientos innecesarios, casi siempre menos útiles que la experiencia empírica de los mismos emprendedores.
Una perversa costumbre para condicionar el libre albedrío y perpetuar el tutelaje, instaurada hace casi cinco siglos con las Reducciones de Indios, reaparece recurrentemente impulsada por quienes desde el poder restringen las posibilidades de progreso de millones de ciudadanos. El caso de la minería artesanal es el más reciente ejemplo. La incapacidad estatal para discernir entre ilegal e informal resulta perversamente premeditada.
Acabemos la exclusión promovida desde el Estado.
Lampadia