Cuenta la leyenda que cuando los chankas asediaban el Cusco y el joven Pachacútec hacía denodados esfuerzos por resistir el embate, las rocas del entorno tornáronse en guerreros, sumándose súbitamente a la defensa de la capital incaica. Es la leyenda de los pururaucas. ¡Pétreos Transformers precolombinos!
En tiempos modernos, las fantasías legendarias demandan interpretaciones razonadas: en mi opinión, los pururaucas eran en realidad pobladores de las comarcas vecinas del Cusco, sujetas con desgano a su férula. Ellos contemplaban impávidos e indiferentes, desde la distancia, el eventual desenlace para decidir entonces a qué bando sumarse, y así lo hicieron. Recién a partir del memorable triunfo liderado por Pachacútec, el incario inició su expansión imperial.
Traigo esto a colación porque me parece que el campesinado andino de las regiones mineras está en actitud de pururauca, a la espera de una definición clara en relación con el papel de la minería en el futuro de nuestro país. Es consciente de los costos implícitos que esa actividad trae consigo, pero también de los inocultables beneficios que genera. Si bien no abraza sin cortapisas la opción del progreso, está harto de su inmemorial estancamiento. Y observa imperturbable, como los pururaucas de la leyenda andina, el inminente desenlace que determinará nuestro futuro.
La batalla que ahora contempla es diferente. No hay un imperativo territorial como el que había a mediados del siglo XV y el enfrentamiento no es bélico sino político. Lo libran, por un lado, los partidarios del inmovilismo, afanosos por evitar el progreso que fomenta el individualismo. Para quienes se sienten pastores, la sociedad debe seguir siendo un rebaño. En el otro bando debería estar el Gobierno impulsando la libertad y garantizando el Estado de derecho, pero el nuestro, que es muy eficiente a la hora de usufructuar de quienes generan la riqueza apropiándose de buena parte de ella, a la hora de asumir sus responsabilidades es vergonzosamente indolente.
La histeria detractora y antiminera asomó primero en Tambogrande con el demagógico auspicio de algunos ensotanados y luego en Majaz, La Granja y Conga. El obstruccionismo se catapultó debido a la pasividad de autoridades incompetentes, incapaces de contenerlo. Ensoberbecidos, los enemigos del progreso continuaron su tarea saboteando Tía María, y no contentos con eso, pretenden ahora socavar Las Bambas y asegurar así el ansiado estancamiento del Perú.
Parece mentira que nuestro destino colectivo esté en manos de una banda de extorsionistas, mientras el lerdo Estado peruano ni ata ni desata. Si cuando finalmente reaccione, lo hace como hizo Huiracocha, padre del futuro inca, que ante el avance chanka huyó despavorido a refugiarse en Jaquijahuana, el Perú habrá desaprovechado la principal palanca de su progreso. Porque, no nos engañemos, la minería es esa palanca. La única capaz de elevar nuestro nivel para lograr equipararnos con Colombia o Chile. Pero el Estado ha desertado de sus obligaciones, desamparando a la minería. Así, en lugar de orientar sus energías al desarrollo de nuevos emprendimientos, el sector minero tiene que lidiar contra el crimen organizado que lo extorsiona y la burocracia inepta que lo agobia, mientras el Gobierno, pusilánime y sin rumbo, no atina a decidir su próximo paso: huir a Jaquijahuana o emular a Pachacútec.
Por: Rafael Belaunde A.
Perú21, 27 de abril de 2019
Perú21, 27 de abril de 2019