Creer que los modos primitivos de vida son la única alternativa para la convivencia armónica con el entorno constituye el núcleo del radicalismo ambiental: si el desarrollo material es la causa del estrés ambiental, entonces deberíamos involucionar hacia la simplicidad de antaño y rechazar las tecnologías que hicieron posible el progreso. Como el desarrollo material es consecuencia de la economía de mercado, deberíamos también renunciar a ella.
Para los propulsores del radicalismo ambiental, el desarrollo tecnológico (el “gas esquisto” o productos transgénicos, por ejemplo) constituyen espejismos perversos que buscan perpetuar el consumismo. Para ellos, de lo que se trata es de dejar de progresar. Así, la causa radical ambientalista amenaza a los miles de millones de pobres del planeta que, con todo derecho, ansían mejores niveles de vida.
El radicalismo ambiental surge de la propensión de creer que como toda acción conlleva una reacción, la única manera de contrarrestarla es evitando la acción misma. Con ese criterio, estaríamos condenados definitivamente al inmovilismo y la inanición: el solo hecho de alimentarnos conlleva sacrificar animales y cosechar frutos arrancándolos de la tierra, pero contrarrestamos ese impacto mediante la actividad pecuaria y la siembra.
Incluso en el campo de las relaciones sociales, la aparente incompatibilidad entre el pertenecer y el competir, es decir, entre el sentido de pertenencia y el individualismo, se resuelve en el mercado sin necesidad de disolver fronteras, ni de abolir la iniciativa privada.
Excepto, claro, para los neuróticos que pretenden imponernos “soluciones” arbitrarias. Afortunadamente, existen quienes postulan la conveniencia de aminorar los impactos generados por la actividad productiva a niveles compatibles con la capacidad de la naturaleza para absorberlos. Eso implica preferir la energía hidráulica o la solar a la térmica, el gas al petróleo o el petróleo al carbón.
Lo que nos corresponde de manera responsable es atenuar los impactos locales o regionales del “metabolismo” urbano-industrial. Por eso, nuestras autoridades deberían dejarse de candideces retóricas y proceder a recoger la basura, a construir rellenos sanitarios, y a tratar las aguas servidas.
La única y perversa consecuencia trascendente de la COP 20 ha sido la perturbación irresponsable de las Líneas de Nazca por parte de una transnacional facciosa dedicada a la intimidación.