El Comercio, 11 de Abril de 2017
En 1998 me tocó experimentar en la ciudad de Ica una situación de desastre muy parecida a la que se vive hoy en el norte del país. Noventa mil personas en los techos, la ciudad inundada y los desagües colapsados fueron solo parte del sinfín de problemas que las lluvias y los huaicos trajeron.
En ese momento, además, se percibía que las secuelas sórdidas que suelen acompañar a estas tragedias pronto llegarían. La especulación, la venta de donaciones y la propagación de rumores generarían la subida del precio de productos de primera necesidad y pánico en la población.
Cuando atravesamos momentos de crisis, el espíritu sancionador es el primero que suele surgir para intentar corregir ese tipo de conductas. Esta vez no ha sido la excepción y se ha aprobado en el Congreso un proyecto que sanciona con cárcel efectiva la especulación y el acaparamiento de bienes en zonas declaradas en emergencia.
Sin embargo, ¿se pueden solucionar dichos problemas de modo distinto? Pues sí.
Aquel verano en Ica recibí una llamada del ingeniero Alberto Pandolfi, que en ese entonces era el presidente del Consejo de Ministros. Dada nuestra amistad y mis actividades en la ciudad de Ica, fui consultado sobre la situación de los altos precios de productos básicos. En coordinación con el economista Roberto Abusada, buscamos tomar medidas para contrarrestar la falta de provisión de bienes que artificialmente afectaba los precios de mercado.
El primer reflejo fue declararle la guerra a la especulación. Pero, luego de reflexionar, surgió la idea de que la mejor solución para una situación de escasez en la oferta era, dada la excepcional coyuntura, aquella que caía de maduro: crear más oferta.
Fue así que el gobierno tomó la decisión de participar excepcionalmente como actor del mercado mientras durara la emergencia. Se actuó vendiendo bienes a precios de mayorista, con lo cual los precios se nivelaron, los comercios volvieron a abrir y, lógicamente, la crisis menguó.
Ahora, no solo tuvimos que enfrentar al fantasma de la especulación, sino que apareció un fenómeno aún más pernicioso y peligroso que, por lo general, es adalid del primero. Se trataba de rumores tales como “no va a haber comida”, “no va a haber agua”, “se desbordan las represas” y todo tipo de murmullos que tienen terribles consecuencias.
Por ejemplo, en 1998, una radio iqueña informó que se había desbordado la laguna de Choclococha. Como resultado, dos personas murieron atropelladas por el pánico que se apoderó de la ciudad, a pesar de que, en realidad, la laguna está en la vertiente oriental de la sierra. Es decir, el desborde hacia la costa era un imposible físico.
Algo de similar naturaleza ocurrió esta vez en Lima, cuando por efecto de los huaicos en La Atarjea hubo cortes de agua. Estos cortes generaron la locura por la compra de agua embotellada y se terminó por romper la cadena logística de distribución. Lo que pocos dijeron –y entre esos pocos me incluyo– fue que casi toda el agua embotellada proviene de pozos y que no tenía sentido salir a “asegurarse” el producto porque no había escasez.
Dicen que la experiencia es el peine que nos da la naturaleza cuando ya estamos calvos; no obstante, esta vez podemos hacer las cosas de manera distinta gracias a lo aprendido en el pasado. Difundir información veraz de manera prudente y aplicar mecanismos de mercado son las medidas que –en mi experiencia– han dado los mejores resultados en situaciones excepcionales como la que estamos viviendo.
En este momento de crisis no debemos enfocarnos en perseguir y satisfacer el deseo de ver al especulador o al que genera pánico en la cárcel, ya que hacerlo no representa ninguna solución para los problemas de los afectados. Lo que debemos hacer es buscar medidas efectivas que alivien de manera inmediata su sufrimiento.