Paul Krugman, Premio Nobel de Economía 2008
Gestión, 01 de enero de 2017
Donald Trump incumplirá la mayoría de sus promesas, así que cabe preguntarse cuáles mantendrá. Sospecho de que la respuesta tiene que ver más con la sicología que con la estrategia política. Es que Trump se entusiasma más cuando hay que causar daño que cuando hay que ayudar.
Por ejemplo, puede que haya prometido no reducir recursos para la Seguridad Social o Medicare, o no dejar sin seguro de salud a decenas de millones que obtuvieron esa cobertura con Obamacare, pero en la práctica parece dispuesto a satisfacer a su partido con la destrucción de los programas sociales.
Asimismo, su afán por revertir los 80 años de compromiso de Estados Unidos con el crecimiento del comercio mundial parece ser serio. El jueves, la Casa Blanca informó que se estaba planteando imponer un arancel de 20% a todas las importaciones desde México, lo cual no solo sacaría a Estados Unidos del Tratado de Libre Comercio de América del Norte, sino que violaría todos sus acuerdos comerciales.
¿Por qué Trump quiere esto? Porque él ve al comercio internacional igual que ve todo lo demás: una lucha por la supremacía en la que solo se gana a costa de otros. Su discurso de investidura lo dejó perfectamente claro: “Durante muchas décadas, hemos enriquecido a la industria foránea a expensas de la estadounidense”. Y considera que los aranceles punitivos evitan que los extranjeros nos vendan sus productos y, de ese modo, reviven las “oxidadas fábricas esparcidas por el país como lápidas”.
Lamentablemente, como casi cualquier economista podría explicarle, así no es como funciona —quizás no lo entienda, considerando que no presta atención por más de tres minutos—. Aunque los aranceles sirviesen para contrarrestar parcialmente el prolongado declive del empleo en la manufactura, no crearían empleos netos, sino que los redistribuirían. Y puede que ni siquiera hagan eso: en conjunto, las medidas del nuevo régimen probablemente acelerarán, en vez de ralentizar, el declive de la manufactura estadounidense.
¿Cómo lo sabemos? Podemos analizar la lógica económica subyacente y también fi jarnos en lo que pasó durante el mandato de Ronald Reagan (1981-89), que en ciertos aspectos representa un ensayo general de lo que se avecina. Me refiero a lo que ocurrió en ese gobierno, no a la leyenda que creó el partido Republicano, que atribuye toda la culpa de la recesión de inicios de los años 80 a Jimmy Carter, y todo el crédito de la recuperación a “san Ronald”. Es que todo ese ciclo casi no tuvo nada que ver con las medidas dictadas por Reagan.
Lo que sí hizo fue elevar el déficit presupuestario a base de gastos militares y reducciones de impuestos. Esto empujó al alza las tasas de interés, lo que atrajo capital extranjero y fortaleció el dólar, restando competitividad a la manufactura. El déficit comercial se disparó —y se aceleró bruscamente el prolongado declive de la participación de la industria en el empleo total—.
Cabe destacar que fue con Reagan que comenzó a hablarse de “desindustrialización” y se popularizó el término “Rust Belt” (el “cinturón del óxido”, referido a la región industrial en declive). También vale la pena señalar que el declive de la manufactura durante la era de Reagan tuvo lugar a pesar del considerable nivel de proteccionismo, en especial la cuota impuesta a las importaciones de autos japoneses, que acabó costando a los consumidores más de US$ 30,000 millones, a precios actuales.
¿Se repetirá esta historia? Está claro que Trump incrementará el défi cit, sobre todo mediante rebajas impositivas a los ricos. Quizás no se impulsará demasiado el gasto, puesto que los ricos ahorrarán muchas de sus ganancias inesperadas mientras que los pobres y la clase media se enfrentarán a un recorte drástico del gasto social.
Aun así, las tasas de interés ya han subido, anticipándose al repunte de los créditos, y el dólar también. Así que parece que estamos siguiendo el manual de Reagan para reducir la producción industrial. Es cierto que Trump parece dispuesto a practicar un proteccionismo mucho más radical —Reagan evitó violar acuerdos comerciales ya fi rmados—. Esto podría ayudar a algunas industrias, pero también hará que el dólar aumente más, lo que perjudicará a otras.
Otro factor a tener en cuenta: la economía mundial se ha vuelto mucho más compleja en las tres últimas décadas. Hoy, casi nada está totalmente “hecho en Estados Unidos”, ni siquiera en China: la manufactura es un negocio mundial en el que los autos, aviones y demás se ensamblan con piezas fabricadas en muchos países.
¿Qué le ocurrirá a ese sector si Estados Unidos viola los acuerdos que rigen el comercio internacional? Serán inevitables grandes perturbaciones: algunas fábricas y localidades estadounidenses se beneficiarán, pero otras se verán perjudicadas, y mucho, por la pérdida de mercados, componentes cruciales o ambas cosas.
Los economistas se refi eren a la disrupción de algunas comunidades causada por el aumento de las exportaciones chinas la década pasada como “el shock de China”. Pues el “shock de Trump” será igual de disruptivo, o más. Y los grandes perdedores, al igual que con el cuidado de la salud, serán los votantes blancos de la clase trabajadora que fueron lo suficientemente insensatos para creer que Trump estaba de su lado.