Por: Mario Vargas LLosa
El Comercio, 08 de febrero del 2022
“Mi impresión es que Putin calculará que los riesgos son demasiado grandes para Rusia y que, en efecto, podría significar el final de la popularidad con que, de manera relativa, ha contado hasta ahora”.
Vladimir Putin, el hombre que está a punto de sumir a Europa en una guerra de impredecibles resultados, no es un intelectual ni un hombre de libros: la educación que recibió es la de un funcionario de la policía política de la URSS, la KGB. Estuvo algún tiempo en Alemania Oriental, un país que, se decía, era el más próspero de los que conformaban la URSS, una fantasía, pues, cuando ese país salió de la esfera soviética, se descubrió que era bastante atrasado. Han pasado varios años desde que se reintegró a Alemania y todavía es pobre respecto a la Alemania Occidental.
Yeltsin, un demócrata borracho y metepatas, cometió el error de promover a Putin y llevarlo al poder, algo que le dio mucha popularidad cuando Rusia parecía a punto de estallar en el desorden descomunal que padecía, pues puso orden en aquel caos y los rusos (no todos) creyeron que, con él en el poder, advendría un tiempo de paz y de prosperidad para el país.
Rusia dejó de ser comunista desde entonces, pero no es democrática ni liberal, y practica un capitalismo de amiguetes, donde, a condición de estar callado y seguir a pie juntillas las disposiciones del poder, uno puede hacerse rico y hasta billonario. Pero no trate usted de visitar el barrio de Moscú donde viven los poderosos aliados de Putin, pues una barrera policial se lo impide, como tuve ocasión de comprobar hace tres años, en que estuve allá.
Los rusos que admiran a Putin creen todo lo que este les dice –no son ya muy numerosos, como muestra el fenómeno Navalni, a quien el poder trató de asesinar y tiene ahora en una cárcel– y muchos de ellos comparten su creencia de que Ucrania es parte de la Rusia de los zares, porque los más antiguos nacieron y están enterrados allí, como si las orografías nacionales se mantuvieran intactas al correr de los siglos y, sobre todo en el continente europeo, no hubiera cambiado cientos de veces de conformación y naturaleza a lo largo de su historia.
Putin ya recuperó para Rusia la península de Crimea, una parte de Ucrania que, ahora, se diría que es definitiva; la operación militar dejó muchos muertos, ya olvidados. Pero la solicitud de ingreso a la OTAN del nuevo gobierno ucranio ha excitado la indignación de los dirigentes rusos, que, por lo pronto, han puesto cien mil militares en la frontera oriental de ese país, y en sendas cartas a Estados Unidos y a la OTAN, la defensa de occidente, han pedido garantías, es decir, una prohibición expresa de que los países limítrofes con Rusia se incorporen a la OTAN, algo que, obviamente, está reñido con la libertad de cada país, de ser miembro –sobre todo tratándose de defender su independencia– de cualquier organización que exista y esté garantizada por los tratados internacionales.
¿Estallará una guerra que ponga en peligro la paz del mundo y que podría degenerar en una confrontación atómica, que, luego de la pandemia del coronavirus, dejaría al resto del planeta en estado de delicuescencia o acabaría con él? Yo, personalmente, no lo creo, aunque, por supuesto, toco madera, pues todo podría ocurrir. Me imagino que Putin se ha acostumbrado a poner al mundo de rodillas con sus desplantes y amenazas y que, por primera vez, advierte que el resto de la comunidad, es decir el Occidente, reacciona a sus provocaciones con advertencias muy concretas: la de castigarlo con el cierre del suministro de gas a Europa.
Esta amenaza, por lo demás, no parece dejar tan contentos a los países que se verían más afectados por el cierre, como Alemania, donde ya se han registrado algunos respingos adversos de los nuevos dirigentes, y hasta en Francia, donde el Presidente Macron trata de iniciar un diálogo con el dirigente ruso, algo que no es tan fácil ni de resultados tan inmediatos. Y el dirigente húngaro, Orbán, se ha apresurado a ir a Moscú a proclamar su solidaridad con los rusos, en el curso de una entrevista con Putin, que lo ha declarado “el mejor amigo que tenemos en el mundo occidental”.
En todo caso, es obvio que las amenazas de Estados Unidos y de los países de la OTAN no reciben el respaldo unánime ni igual de enérgico de todos quienes serían víctimas de una agresión rusa y de Putin, en su afán de reconstituir lo que fue el imperio soviético en tiempos del estalinismo. Esta posible cesura en los países de Occidente, que elevaría el coste del suministro de energía en varios de ellos –como España, por ejemplo–, es una debilidad que podría animar al dirigente ruso a cumplir con su amenaza, pese a las enérgicas declaraciones de Estados Unidos y la OTAN de que, si Rusia rompe la paz e invade Ucrania, recibiría un castigo sin precedentes que podría resquebrajar su economía y enfrentarlo a una ofensiva militar.
¿Qué ocurrirá, finalmente? Mi impresión es que, puesto en el disparadero, Putin calculará que los riesgos son demasiado grandes para Rusia de que haya una ofensiva general de Occidente contra su país y que, en efecto, podría significar el final de la popularidad con que, de manera relativa, ha contado hasta ahora en Rusia, y que la oposición, que ha crecido en estos últimos años, podría desalojarlo del poder y quizás eso lo obligue a contenerse. Todo esto es mera especulación. También podría ocurrir que, advirtiendo las potenciales diferencias que hay en Occidente entre los Estados Unidos y los países víctimas de un corte del suministro de energía, Putin se sienta con fuerzas para invadir Ucrania, a como salga. Me parece que esta opción es más difícil, pero no imposible. Los “hombres fuertes” en el poder, como él, pueden jugarse a veces el todo por el todo. Hay que hacer lo posible –y lo imposible– para que esta circunstancia no se dé puesto que nadie sabe lo que podría significar una guerra en la actualidad, con los gigantescos escondrijos de bombas y artillería atómica que tienen los países que se enfrentarían. Fundamentalmente dos, Rusia y los Estados Unidos. El resto jugaría simplemente el papel de reclutas y de víctimas, ya que ninguno de ellos –y las bravatas de Boris Johnson menos que ninguna otra– está en condiciones de resistir una agresión atómica.
Estoy bastante seguro de que a nada de ese final pesimista se llegará. Y que el antiguo miembro de la KGB, donde enseñaron a Putin el judo que le permite, para la publicidad, derribar fácilmente a sus adversarios bajo las cámaras, contendrá por el momento sus ansias de resucitar el imperio soviético y el sistema occidental respirará más tranquilo luego de la zozobra de estos días. Porque una tercera guerra mundial no sería limitada y sin el uso de esas armas que podrían desparecer a un millón de personas (o muchas más) de un solo disparo. En el pasado, ese entretenimiento de los poderosos era posible porque, aun con los errores, la matanza resultaba controlable. Ahora ya no; un descuido, por mínimo que fuera, puede provocar el fin del mundo.
¿Significa esto que el resto del planeta debe inclinarse, retroceder y acatar sin más los caprichos del “patriota” que gobierna Moscú? Tampoco lo creo. Me parece que se ha llegado a un límite, y que Occidente no puede hacer más concesiones al dirigente ruso, porque sería renunciar a las cosas más admirables que ha conquistado, entre ellas la libertad y la democracia, que han dignificado la vida de millones de seres humanos. Pensamos que, en medio del caos que vivió al final del imperio, Rusia las obtendría también. Era otra fantasía.
Madrid, febrero del 2022.
© Mario Vargas Llosa./ Ediciones EL PAÍS, SL, 2022.