Por Mario Vargas Llosa
(La República, 03 de Mayo de 2015)
Hace algunas semanas estuve en Estados Unidos en una conferencia económica que organizó el Citibank dedicada a América Latina. Había unos trescientos empresarios, banqueros y analistas que pasaron revista a lo largo de un par de días al estado de la región. No creo exagerar si digo que la impresión general de los asistentes sobre la situación del Perú no podía ser más positiva. Sin excepciones, reconocían que, desde la caída de la dictadura de Fujimori, el año 2000, la democracia había funcionado y que, durante los gobiernos de Valentín Paniagua, Alan García, Alejandro Toledo y el actual de Ollanta Humala, las instituciones operaban sin mayores trabas, la economía había crecido por encima del promedio latinoamericano, la reducción de la extrema pobreza era notable, así como el crecimiento de las clases medias. Y que, dada su estabilidad institucional y su apertura económica, el Perú era uno de los países más atractivos para la inversión extranjera. No es ésta la única ocasión en que oigo cosas parecidas. La verdad es que nunca, desde que tengo memoria, la imagen de mi país ha sido tan positiva en el resto del mundo.
Y, sin embargo, quien vive en el Perú, donde acabo de pasar una temporada, puede tener una impresión muy diferente: la de un país exasperado, al borde de la catástrofe por la ferocidad fratricida de las luchas políticas, y al que las huelgas antimineras, en Cajamarca y Arequipa sobre todo, la corrupción que se encarniza en las regiones por culpa de las mafias locales y el narcotráfico y la agitación social están haciendo retroceder y acercarse de nuevo al abismo, es decir, a la barbarie del subdesarrollo e, incluso, del quiebre constitucional.
¿Cómo explicar semejante incongruencia entre la imagen externa y la interna del país? Por la falta de perspectiva, la concentración fanática en la rama que nubla la visión del bosque. Es,probablemente, el defecto mayor de la prensa en el Perú –escrita, radial y televisiva–, controlada en un 80% por un solo grupo económico, que, como está en su inmensa mayoría en la oposición al Gobierno, propaga una visión apocalíptica de una problemática social y política que, hechas las sumas y las restas, es bastante menos grave que la de la mayoría de los países del resto del continente. Y, por otra parte, olvida y trata incluso de quebrantar la más alta conquista que ha alcanzado el Perú actual en toda su historia: un amplio consenso nacional a favor de la democracia política y la economía de mercado. Sin este acuerdo nacional, del que, con la excepción de grupúsculos insignificantes, participan tanto la derecha como la izquierda, jamás hubiera progresado el Perú tanto como lo ha hecho en los últimos quince años.
A fines del mes de marzo la situación se agravó de tal manera que cualquier catástrofe hubiera podido ocurrir. El Parlamento censuró a la primera ministra Ana Jara en una sesión que seguí en parte en la televisión, abrumado por los niveles de ignorancia y demagogia a que podían llegar algunos de nuestros legisladores. El presidente Humala nombró el 2 de abril un nuevo gabinete presidido por Pedro Cateriano, que había sido, por dos años y ocho meses, su antiguo ministro de Defensa. Casi todo el mundo vio en este nombramiento una provocación del mandatario, a fin de producir una nueva censura, lo que le permitiría constitucionalmente cerrar el Congreso y convocar nuevas elecciones parlamentarias. Cateriano ha sido, a lo largo de toda su gestión ministerial, un crítico implacable del fujimorismo y del aprismo, las dos fuerzas más hostiles al Gobierno y cuyos dirigentes –Keiko Fujimori y Alan García– son seguros candidatos presidenciales en las elecciones del próximo año.
Pero nada ocurrió como estaba previsto. En vez de ser el pugnaz provocador que se esperaba, Pedro Cateriano mostró desde el primer momento una sorprendente voluntad de coexistencia y de diálogo. Y explicó: “Voy a tener que cambiar. Como presidente del Consejo de Ministros, mis opiniones políticas personales tendrán que ser, en muchos casos, reemplazadas por el criterio del Gobierno”. Visitó a todos los líderes políticos, sobre todo a los de la oposición, les explicó sus planes, escuchó sus críticas y hasta se fotografió dando la mano a sus archirrivales Keiko Fujimori y Alan García. El resultado es que, después de casi diez horas de debate, el nuevo gabinete presidido por Cateriano fue aprobado por 73 congresistas, con la abstención de 39 y el rechazo de 10. Y, lo más notable, una insólita paz y clima de convivencia parece haberse instalado de pronto en un país que hace muy poco parecía al borde de un golpe de Estado o una guerra civil.
En buena hora, desde luego, y ojalá que esta civilizada tregua dure, pueda el Gobierno gobernar en paz en su último año y haya una campaña electoral y unas elecciones libres y genuinas que no destruyan sino consoliden este proceso que desde hace quince años ha traído un progreso sin precedentes en nuestra historia.
Hay que felicitar al presidente Humala por su audaz apuesta de haber elegido a Pedro Cateriano como su nuevo primer ministro, pese a su fama de peleón y arrebatado. Supo ver en él, por debajo de las apariencias pendencieras, a un político fuera de serie en la escena peruana. Yo lo conozco bien, desde hace muchos años. Pero es completamente falso, como se ha dicho, que yo hubiera intervenido para nada en sus nombramientos. Jamás le he pedido –ni le pediré– favor alguno al presidente Humala, a quien, pese al apoyo que le he brindado, también he criticado cuando lo he creído justo. (Por ejemplo, por no haber recibido ni apoyado públicamente a la oposición democrática venezolana que resiste heroicamente los zarpazos dictatoriales del inefable y despreciable Maduro). Y tampoco se los pediré, claro está, al nuevo primer ministro, precisamente porque es un viejo amigo.
La primera vez que lo vi, durante la campaña electoral en la que fui candidato, Cateriano arengaba al vacío en la Plaza de Tacna, donde habíamos convocado un mitin al que asistieron apenas cuatro gatos. Lo hacía con una convicción insólita y sin importarle para nada el ridículo. Expresaba ideas en vez de lugares comunes o improperios y era un hombre culto y decente, y honrado hasta el tuétano de sus huesos. No sólo incapaz de perpetrar uno de esos tráficos o acomodos de sinvergüenzas que son tan frecuentes entre las gentes de poder, sino, también, de tolerarlos a su alrededor. No tengo la más mínima duda de que, con él al frente del consejo de ministros, la lucha contra la corrupción –una de las plagas que asola toda Latinoamérica– tomará nuevos bríos.
A lo largo de casi toda mi vida he sido bastante pesimista sobre el futuro del Perú. Quizás contribuyó a ello el haber pasado mi niñez y mi juventud en un país envilecido por una dictadura militar, la de Odría, que prostituyó todas las instituciones –entre ellas la universidad donde estudié– y, luego, haber visto cómo se frustraban entre nosotros todos los intentos democráticos, destruidos por unos partidos políticos ineptos que preferían destrozarse entre sí a hacer funcionar la democracia, aunque ello acarreara una y otra vez el siniestro retorno de la dictadura. Desde el año 2000, con la caída de Fujimori y Montesinos –ladronzuelos y asesinos que batieron todos los récords de criminalidad establecidos por los dictadores peruanos–, de pronto, empezaron a pasar cosas en mi país que me inyectaron la esperanza. Desde hace tres lustros, con algunos tropezones e interrupciones, ella se ha mantenido. En estos días, aletea de nuevo, viva todavía, pero como un candil en el viento, y siempre con el sobresalto de que surja un golpe de viento que lo apague.