Por Mario Vargas Llosa
La República, 10 de enero de 2016
Hace unos diez años comencé a leer un libro apasionante, pero abandoné su lectura a las pocas páginas porque era, al mismo tiempo, terrorífico. Lo había escrito un grupo de científicos que, luego de establecer, hasta donde era posible, el número de armamentos nucleares que pueblan el planeta –se debe haber incrementado en el tiempo transcurrido–explicaba las consecuencias que podría tener para el mundo el que, por un acto de locura ideológica o un mero accidente, esos artefactos de destrucción masiva comenzaran a estallar.
Las cifras eran escalofriantes tanto en número de muertos y heridos como en contaminación del aire, las aguas, la fauna y la flora, al extremo de que, a la corta o a la larga, podía desprenderse de este proceso la extinción de toda forma de vida en el astro que habitamos.
Si esto es cierto, y supongo que lo es, ¿no resulta incomprensible que un asunto tan trascendente –la preservación de la vida– apenas llame la atención del público muy de tanto en tanto, por ejemplo esta semana, cuando Kim Jong-un, el patológico sátrapa de Corea del Norte, anunció que, celebrada por toda la población norcoreana, acaba de hacer estallar su primera bomba de hidrógeno. Los técnicos de Estados Unidos y Europa se han apresurado a decir que este anuncio es exagerado, que la última dictadura estalinista del planeta apenas ha conseguido fabricar hasta el momento una bomba nuclear. El Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, la Unión Europea y distintos gobiernos –entre ellos, el de China– han condenado el experimento (cierto o falso) anunciado por Kim Jong-un. ¿Habrá nuevas sanciones de castigo al régimen norcoreano? En teoría, sí, pero en términos prácticos, ninguna, porque ese país vive en un aislamiento total, como dentro de una probeta, y sobrevive gracias al puño de hierro que aherroja a sus infelices ciudadanos-esclavos, al contrabando y a la demagogia delirante.
Oficialmente, hay seis países en el mundo que poseen armas nucleares –Estados Unidos, Rusia, China, India, Pakistán y Corea del Norte– y sólo dos de ellos, Estados Unidos y Rusia, han experimentado bombas de hidrógeno, que tienen una capacidad destructiva siete u ocho veces mayor que las bombas que aniquilaron Hiroshima y Nagasaki. Sólo una décima parte del arsenal nuclear ya acumulado sería suficiente para acabar con todas las ciudades del globo y desaparecer a la especie humana. Debemos estar todos muy locos en este mundo para haber llegado a una situación semejante sin que nadie haga nada y sigamos contemplando, a nuestro alrededor, cómo los arsenales nucleares siguen allí, acaso aumentando, a la espera de que, en cualquier momento, algún fanático con poder encienda la chispa que provoque la gigantesca explosión que nos extermine.
Ya sé que hay organizaciones pacifistas que tratan –sin mucho éxito, por lo demás– de movilizar a la opinión pública contra este armamentismo suicida, y gobiernos e instituciones que, de manera ritual, protestan cada vez que un nuevo país, como Irán hasta hace poco, intenta acceder al club exclusivo de potencias atómicas. Pero lo cierto es que, hasta ahora, el desarme ha sido una mera retórica sin consecuencias prácticas y que, empezando por los de Estados Unidos y Rusia, los planes de desarme no avanzan. Los depósitos de armas de destrucción masiva continúan allí, como anuncio permanente de un cataclismo que acabaría con la historia humana.
¿Hay que resignarse, esperando que esta situación se prolongue, o es posible hacer algo? Sí, es posible, y hay que comenzar por hacer exactamente lo contrario de lo que hice yo hace diez años con aquel libro aterrador. Hay que enterarse del horror que nos rodea y, en vez de jugar al avestruz, encararlo, difundirlo, alarmar a cada vez más gente con la siniestra realidad a fin de que las campañas pacifistas dejen de ser obra de minorías excéntricas y cobren una magnitud que movilice por fin a los gobiernos y haga funcionar de manera efectiva a los organismos internacionales. Nada de esto es utópico; cuando hay una voluntad política resuelta, es posible sentar a una mesa de diálogo a los adversarios más encarnizados, como ha ocurrido con Irán, que ha consentido detener su programa atómico a cambio del levantamiento de las sanciones que tenían paralizada a su economía.
¿Y si la negociación es imposible? En raros casos esto puede ser cierto y, sin duda, uno de estos casos podría ser el régimen de Pyongyang. La satrapía de los Kim no sólo ha condenado al pueblo norcoreano a vivir en la miseria, la mentira y el miedo. Con su búsqueda frenética del arma nuclear que, cree, le garantizará la supervivencia, pone en peligro a sus vecinos de la península y a todo el Asia. La comunidad internacional tiene la obligación de actuar, poniendo en acción todos los medios a su alcance para acabar con un régimen que se ha convertido en un riesgo para el resto del planeta. Hasta China, que fue uno de los escasos valedores de la dictadura norcoreana, parece haber comprendido el peligro que representan para su propia supervivencia las iniciativas demenciales de Kim Jong-un. Y la forma de actuar más eficaz es cortar de raíz la posibilidad de que el régimen de Pyonyang continúe con unos experimentos nucleares que constituyen, en lo inmediato, una gravísima amenaza para Corea del Sur, China y Japón. La comunidad internacional puede dar un ultimátum al régimen norcoreano, a través de las Naciones Unidas, dándole un plazo preciso para que desmantele sus instalaciones atómicas so pena de proceder a destruirlas. Y cumplir con la amenaza en caso de no ser escuchada. No creo que haya un caso más evidente en el que un mal menor se imponga por sobre el riesgo de que Pyongyang provoque una catástrofe con cientos de miles de víctimas en el Asia y, tal vez, en el mundo entero.
En uno de esos lúcidos ensayos con los que se enfrentó al mesianismo ideológico al que sucumbieron tantos intelectuales de su tiempo, George Orwell se preguntaba si el progreso científico debía ser celebrado o temido. Porque esos extraordinarios avances en el conocimiento, al mismo tiempo que han creado mejores condiciones de vida –en la alimentación, la salud, la coexistencia, los derechos humanos– han desarrollado también una industria de la destrucción capaz de producir matanzas que ni la imaginación más enfermiza de antaño podía anticipar. En nuestros días, el avance de la ciencia y la tecnología ha sembrado el planeta de unos artefactos mortíferos que, en el mejor de los casos, podrían devolvernos al tiempo de las cavernas, y, en el peor, retroceder este planeta sin luz a aquel pasado remotísimo en que la vida no existía aún y estaba por brotar, no se sabe todavía si para bien o para mal. No tengo respuesta para esta pregunta. Pero lo que haré de inmediato será buscar aquel libro que dejé sin terminar y leerlo esta vez hasta la última línea.
Madrid, enero de 2016