Mario Saldaña
El Comercio, 22 de agosto del 2024
Si bien la izquierda tiene una habilidad indiscutible para reinventarse en un país donde la pobreza ha crecido, la crisis de credibilidad que carga en la mochila es demasiado pesada.
Hace un par de días vi a un entrevistador televisivo sudar la gota gorda para arrancar de la boca de una conocida figura de la izquierda local como Indira Huilca (lamentablemente joven, y lo digo por lo que eso significa para el futuro de la progresía) que en Venezuela hay una dictadura.
Al final lo enunció, junto con aseverar varias veces que el gobierno de Dina Boluarte, mutatis mutandis, era más o menos lo mismo. Más allá de que la irrelevancia de la comparación responde a un tema de agenda política o posición ideológica, es la enorme dificultad para llamar a las cosas por su nombre lo que preocupa, cuando se trata de calificar gobiernos considerados de izquierda por parte de sus similares criollos.
Es la misma elusión que hizo evidente Verónika Mendoza en dos campañas electorales respecto de Venezuela y el chavismo cuando su drama humanitario y el éxodo masivo eran una realidad más que contundente.
Lo grave es que tanto Indira como varias figuras destacadas de la izquierda no se ahorran frases contundentes y lapidarias para calificar a gobiernos de la otra orilla. Ni qué decir respecto del régimen peruano actual.
Así como es totalmente necesario criticar la hiperfragmentación de la derecha y la centroderecha por su falta de desprendimiento y responsabilidad con el país, es fundamental contar también con una izquierda sólida, pero sobre todo moderna y ‘aggiornada’.
De ese lado del espectro político no asoman ni liderazgos ni la convicción de una renovación en las ideas. Para colmo de males, la reciente experiencia con Pedro Castillo terminó mostrando a una izquierda aupada al poder por intereses de grupo cuando el candidato de Perú Libre expresaba un conservadurismo sin remilgos y la antítesis del progresismo.
Ni siquiera tomaron clara y necesaria distancia cuando el Caso Sarratea iniciaba la historia de una corrupción que operaba con total impunidad.
Si bien la izquierda tiene una habilidad indiscutible para reinventarse en un país donde la pobreza ha crecido, la crisis de credibilidad que carga en la mochila es demasiado pesada. Su doble estándar agrava ese lastre.
Entrar por la ventana y con disfraz a la gestión gubernamental cada vez que la ocasión lo permite o hacer política bien financiada desde las ONG no puede ser el modus operandi permanente.
En algún momento la buena suerte se acaba, así como la línea de crédito que algunos bien intencionados regalan. ¡Vamos muchachos, háganse una!