Por: Mario Saldaña
El Comercio, 27 de enero del 2022
“A los voceros se les mejora, pero no se les ‘crea’”.
Sorpresa sería que mañana le ganemos a Colombia o que el Perú ya fuese parte de la OCDE. Sorpresa hubiera sido que, gracias a la existencia de entidades supervisoras y fiscalizadoras eficientes y sin agenda política, se hubiera obligado a Repsol, en menos de 48 horas, a contener el petróleo derramado, producto de planes de contingencia probados, y que la empresa hubiese sido sancionada con una multa acorde a los dos daños consecutivos en diez días.
Lo que no entiendo es el griterío, la indignación y la vergüenza ajena que tres entrevistas brindadas por el presidente han generado en muchos. ¿Había siquiera alguna leve señal de que algún resultado diferente podrían generar? ¿Una persona que evadió sistemáticamente a la prensa desde la segunda vuelta para no verse expuesto por sus obvias limitaciones, no solo comunicacionales, podría llegar a mostrarse como una persona mínimamente articulada? ¿Alguien sospechó acaso que constantes talleres de entrenamiento como portavoz en estos seis meses en los que Pedro Castillo siguió rehuyendo a los medios podrían rendir frutos? ¿Ingenuidad? ¿Soterrada esperanza?
Solo un acápite para traer mi experiencia como entrenador de portavoces. Es imposible mentir; es imposible convertir lo blanco en negro; es imposible que quien no tiene claridad de conceptos básicos pueda esgrimirlos con facilidad. A los voceros se les pule, se les corrige, se les mejora, pero no se les ‘crea’. Neymar y Messi nacieron con condiciones, pero, además, fueron sus técnicos y su esfuerzo los que los convirtieron en lo que son. Lo mismo pasa con los portavoces. Es inviable construir una columna sobre un terreno fangoso.
Pero, vamos, la pregunta de fondo es, si lo evidente ya estaba ante nuestros ojos desde la campaña (un personaje sin preparación, improvisado, cuyo reconocimiento de que no es apto para ser presidente suena a llover sobre mojado), ¿por qué millones de peruanos lo adoptaron como mal menor?
Las respuestas fluyen: nuestro fraccionamiento como país; la desolación que sigue dejando la pandemia, etc., hacen que el voto sea uno de desesperación y/o protesta; que la moderación política no sea vista como solución y que la racionalidad sea arrasada por la emocionalidad. Cierto, también está el odio y el creer que apostar por “soluciones” demagógicas son salidas reales y no altamente costosas para el país, como lo vemos a diario.
Mi respuesta sigue siendo la misma. En el fondo, es la disfuncionalidad del Estado (como concepto general) para brindar servicios públicos mínimos la causa central del rechazo a la política y de su “racionalidad republicana”. Castillo como presidente, “ingobernando” de la mano de la corrupción, ilegalidad e informalidad, es la mejor expresión de esa desafección. Mientras más tardemos en entender la causa, más demorará la solución, que es la reconstrucción del Estado Peruano y de su sistema político.