Por: Mario Ghibellini
El Comercio, 21 de marzo de 2020
La cuarentena da tiempo para todo. Tratando de huir un rato de las noticias agobiantes sobre el virus y su inexorable expansión, uno busca las notas que ocupan la parte inferior de las páginas de política en los diarios y encuentra una que daría la impresión de estar completamente alejada del tópico (el retórico o el de enfermería; en este caso, da lo mismo).
Citando fuentes parlamentarias, la gacetilla anuncia que uno de los congresistas electos por UPP todavía no “juramenta” el cargo. Como el tiempo no apremia, uno se plantea entonces una pregunta que en otro momento juzgaría irrelevante: si el que jura está haciendo un juramento, ¿qué es lo que hace el que juramenta? ¿Un “juramenmento”? Y si es así, ¿empezará a circular dentro de poco el verbo “juramenmentar”?
Ante tal observación, no faltarán seguramente los que, sintiéndose investidos de una autoridad irrefutable, se apresuren a señalar que “juramentar” figura en el diccionario de la Real Academia Española. Pero quizás no estén considerando ellos que a esa institución no le queda sino recoger las voces que la gente que habla nuestro idioma efectivamente está usando al comunicarse entre sí y consignarlas en su diccionario. Ese catálogo de palabras incluye también expresiones como “arremangar” o “endenantes” y eso no las hace más ilustres.
Una cierta vocación por sonar sofisticados cuando tienen público delante determina que políticos y burócratas “aperturen”, “peticionen” y “recepcionen”, en lugar de abrir, pedir y recibir. Una cierta vocación, hay que decirlo, contagiosa, por lo que si uno no se cuida puede terminar hablando como Zeballos.
Pero la noción de lo contagioso nos ha llevado de regreso al virus, así que hay que buscar otra noticia que nos distraiga un poco de su permanente asedio. El cambio de titular en el Ministerio de Salud, por cierto, no es una opción. Pero en la sección Internacional, quién sabe, quizás se pueda hallar algo que cumpla esa función.
—Sano, sagrado y sediento—
Encontramos así una noticia muy llamativa que viene de Estados Unidos, aunque, inquietantemente, nos toca de cerca. En fin, concentrémonos mejor en el contenido, se dice uno y lee: Alejandro Toledo, detenido hace ocho meses en California mientras se define su extradición, saldrá en libertad bajo fianza… por el riesgo que corre de contraer el COVID-19 en el centro correccional en el que ha sido confinado. Uno piensa: “¡La sed de libertad con la que va a salir el tío!”. La cuarentena en casa, después de todo, no supone abstinencia. Pero las ganas de fabular escenas risibles a partir del presumible afán del expresidente por “nivelarse” se diluyen pronto, al comprobar que, en realidad, no nos hemos apartado del tema ingrato.
Otras noticias relacionadas con el Congreso atraen por un instante la atención –la Junta de Portavoces evalúa la posibilidad de convocar un plenario temático sobre el coronavirus, distintas bancadas pugnan por hacerse de la presidencia de la Comisión de Salud– y mueven a reflexionar sobre la inextinguible vocación de hacer demagogia que profesan los distintos elencos que se suceden en los escaños del Palacio Legislativo. ¿Necesitamos en estos momentos una fuente de normas sobre este delicado asunto distinta al Ejecutivo? ¿Están los parlamentarios o sus asesores capacitados para aportar iniciativas auténticamente útiles en este contexto? ¿No estarían mejor concentrándose en su labor fiscalizadora que dando rienda suelta a su febril imaginación en torno a lo que los peruanos requerimos en medio de esta crítica situación? Esas cosas se pregunta uno, mientras termina de comprender que, en lo que a noticias se refiere, no hay manera de escapar del virus: todos los caminos conducen a él.
Se puede explorar, sin embargo, otro tipo de lecturas. Ahí está la literatura para proveer el combo de evasión con fruición estética que le ha brindado a la especie humana desde que los antecesores de Homero comenzaron a hilvanar mitos con episodios de su propia cosecha en hexámetros que luego recitaban frente a un público arrobado. Basta con evitar los textos que aborden el tema de la peste. No solo el de Camus, recordado en estos días por nuestro premio Nobel, sino también, por ejemplo, “La muerte en Venecia” de Thomas Mann o “La máscara de la muerte roja” de Edgar Allan Poe.
¿No es esta la ocasión –se dice uno– de cobrarse una revancha con el conde Drácula y, por fin, hincarle el diente a esa edición anotada de la gran novela de Bram Stoker que ha estado aguardando su turno en la estantería del dormitorio? ¿Qué mejor que una historia fantástica ambientada en otro siglo y en otras latitudes para desentenderse un rato del dramático trance que estamos viviendo?
No hace falta avanzar muchas páginas, sin embargo, para caer en la cuenta de que aquello de que un vampiro muerde a un ser humano y le ‘contagia’ poco a poco su condición es también una metáfora del problema que nos asfixia. Y empezar a sospechar, de paso, que, si uno se pone riguroso, hasta “Heidi” puede evocar la infección de marras.
—Lucidez atroz—
A estas alturas, por supuesto, ya está uno persuadido de que ‘epidemia’ no es el nombre de una tía solterona, sino más bien el de una real angustia que no permite pensar en otra cosa que en ella misma.
La cuarentena, no obstante, no es tan terrible. Como en la canción de Chabuca Granda, es solo una larga noche, aunque vivida con “la lucidez atroz del insomnio” (Borges dixit) y que obliga, es cierto, a buscar ocupaciones a veces desesperantes para matar el tiempo.
Mejor matar el tiempo, sin embargo, que morirse uno mismo.