Sentada en el suelo, en una esquina de la librería Oveja Negra, la niña se aburría. De pronto vio una colección de historietas. Abrió uno de los libros y empezó a leer. Las viñetas no hablaban de princesas y unicornios. No había allí niñas de luengas cabelleras y pasatiempos señoriteros. Aquello parecía revelar las pestilencias de la sociedad en lugar de alimentar las fantasías infantiles de un mundo perfecto.
Había en las historietas una niña de pelo negro enmarañado, una radio, un globo terráqueo, unos padres de clase media más tradicionales que el té con galletas y una retahíla revolucionaria incesante en boca de esa niña de faldita y zapatos de hebilla. Era Mafalda.
Y Mafalda se convirtió en una ventana desde donde se veían caer las añejas e idiotas imposturas sociales que confinan a la mujer a preparar tartas, y al hombre al tedio de un trabajo en una oficina de seguros. Mafalda odia la sopa, como si el líquido humeante simbolizara la papilla ideológica que la sociedad trata de hacernos deglutir.
Papilla que Mafalda detesta y que Susanita, presumimos, idolatra. Susanita, antítesis de nuestra heroína contestataria de 6 años, sueña con ser la “señora de…”, con colgar cortinitas de encaje en la cocina y con convertirse en una fábrica incesante de bebes. Las dos evidencian con su temperamento las opciones soterradas que ya brotaban en la superficie del tejido social: la liberación de la mujer o la perpetuación de la sumisión.
Mafalda se va, claro, por la insatisfacción y por la oposición categórica frente al modelo encorsetado de mujer que parecía esperarla a la vuelta de unos años. Su mascota, una tortuga, se llama Burocracia y la amiguita más pequeña e incomprendida del grupo, Libertad. Símbolos sutiles pero diáfanos que parecen decir: “No tragues entero”. O, para ponerlo en términos mafaldunos: “No te tomes esa sopa”.
En cambio Susanita –ya el diminutivo nos advierte sobre sus aspiraciones– crece predispuesta por ese discurso tradicional. Contraste risible de esa maravillosa Mafalda que carga una bazuca llena de preguntas ácidas que controvierten todo lo que nos enseñan desde pequeños.
Ella, rebelde desde la cuna, valida el inconformismo femenino, la discrepancia y la forja de un camino propio. La mujer, dueña de su destino, y no sombra del hombre. Todo eso logra esa pequeña de pelo indomable y de un botón por nariz.
Ya van 50 años –cumplidos el 29 de setiembre– en los que Mafalda lo ha criticado todo de modo incesante. Y seguirá, porque sus discursos incendiarios subida en una butaca perdurarán por generaciones.
Una niña, un dibujo en un papel sembró en la mente de muchas niñas –aburridas en una librería– la semilla de la emancipación. Gracias, Mafalda.