Por: Marcos Ibazeta Marino
Expreso, 12 de noviembre de 2020
Nadie puede discutirle a la gente el derecho a la protesta porque también es un mecanismo de la libertad de expresión de quienes pertenecen a un grupo social que coincide en ideas, pensamientos e intereses, para hacerle saber al poder de turno sus convicciones y, en su caso, la necesidad de adoptar o corregir decisiones que consideran incorrectas o lesivas.
Lo que no resulta admisible es apelar a la turba para manipular a los grupos que protestan para, manipulándolo a través de la psicología de masas, anular la racionalidad individual y desatar el vandalismo callejero y la destrucción institucional, convirtiendo a la masa social en un instrumento para que una minoría alcance la satisfacción de sus objetivos particulares que casi nunca son los del grupo que protesta.
Desde el año 2000 hemos asistido a la sucesión en el poder político, de grupos que se autocalificaban como la reserva moral del país, prometiendo una lucha frontal y demoledora contra la corrupción, los cuales, sin embargo, al arribar al poder, terminaron mostrándonos la peor miseria moral de los que los peruanos suponían ser los paradigmas de la honradez y el buen gobierno.
El problema nacional es que, desde el poder, estos grupos soliviantaron la conciencia colectiva ensañando métodos propios de feroces dictaduras para atacar a sus rivales y enfrascarse entre sí en una guerra destructiva sin cuartel, olvidándose de los intereses de la población.
Vimos cómo se manipularon encuestas, observamos asombrados la fácil manipulación de la prensa adicta al presupuesto asignado al avisaje estatal, fuimos descubriendo indicios de la existencia de un poder oculto que impulsaba el control de las demás instituciones desde el Ejecutivo infiltrando el Poder Judicial, el Ministerio Público, la Junta Nacional de Justicia, entre otros, pero con un plan mayor cuyo núcleo esencial era la destrucción del Poder Legislativo para eliminar la idea del equilibrio de poderes. Ya conocemos lo sucedido.
Todo esto puede hacerse si el poderoso mantiene un mínimo de aparente dignidad porque lo que menos perdona alguien a quien lo representa, es descubrir una pestilente indignidad. Eso sucedió con el ex presidente Vizcarra y el Congreso, procediendo en el marco de legalidad constitucional y con la legitimidad que le da su representación nacional fragmentada en muchas bancadas que expresan el sentir de cada grupo así representado, decidió vacar a Vizcarra.
Lo curioso e inaceptable es que los favorecidos por esta secuencia corrupta sean los hoy protestantes callejeros.