Por: Álvaro Monge Zegarra, Socio de Macroconsult
Gestión, 9 de noviembre de 2020
Desde el punto de vista de la protección social, los sistemas de pensiones están diseñados para evitar los riesgos de pérdida de capacidad de gasto o empobrecimiento que enfrentan los ciudadanos al ver limitada su capacidad de trabajar y generar ingresos cuando pasan los años. Por ello, los países implementan esquemas de ahorro a partir de los cuales una fracción de los ingresos se acumulan y retabilizan durante la vida laboral de modo que sean usados para adquirir pensiones al dejar de trabajar. Sin embargo, para un individuo esta no es una decisión fácil ya que significa dejar de consumir hoy para hacerlo en un futuro, opción que podría parecer poco atractiva. Por ello, los Estados, preocupados por atender esta posible fuente de vulnerabilidad adoptan esquemas previsionales obligatorios o con fuertes incentivos tanto en la etapa productiva del individuo (para que ahorremos) como en la etapa de desacumulación (para que adquiramos una pensión).
El sistema de pensiones en el Perú trata de seguir estos principios, aunque de forma imperfecta. Por ejemplo, en la etapa de acumulación (que es cuando deberíamos ahorrar) la debilidad más importante es que el esquema de aportes depende fundamentalmente de la planilla, por lo que un mercado de trabajo como el peruano con alta informalidad y continuas transiciones entre empleos formales e informales impide que el sistema se extienda a toda la población y que el ahorro sea sostenible a lo largo de la vida laboral de las personas. Mientras tanto, la etapa de desacumulación no solo se ve afectada por el escaso ahorro generado, sino que se agrava por las limitaciones fiscales que enfrenta el Estado para implementar esquemas no contributivos o semicontributivos y por las distorsiones en el sistema que afectan su capacidad de producir pensiones de manera masiva.
Sobre este último punto, por ejemplo, en el Sistema Público si bien la única alternativa de jubilación es adquirir una pensión, las conficiones necesarias para hacerlo son restrictivas: solo acceden aquellos afiliados con más de 20 años de aporte.
De acuerdo con el diagnostico realizado por la Comisión de Protección Social en 2017, esta condición afecta sobre todo a los trabajadores de menor productividad (menos educados), más expuestos a la informalidad y, por lo tanto, con menores probabilidades de cumplir el requisito. Por otro lado, en el Sistema Privado existe la libre disposición de fondos al momento de la jubilación. Es decir, los afiliados pueden optar entre tener una pensión o retirar hasta el 95.5% de sus fondos. Este esquema parte del principio que los individuos tendrán una mayor capacidad de administrar sus fondos y, por ende, procurarse recursos superiores a los de una pensión. No obstante, la evidencia mostrada por Mariano Bosch y sus colegas de BID en su estudio de mayo de este año ofrecen poco espacio para ser optimistas. De acuerdo con los autores, si bien aún falta evidencia para ser concluyentes, los bajos niveles de educación financiera, la velocidad con la que se gastan los fondos y la inversión en vehículos de rentabilidad, son al menos motivos de preocupación. El comentario no es menor, si es que consideramos que de acuerdo con la información de la SBS hoy por hoy lo normal es disponer de los fondos y la excepción optar por una pensión.
Abrir el debate para corregir estas y otras imperfecciones del sistema previsional es una tarea crucial, sobre todo si es que existen serias intenciones por adoptar una reforma cuyo objetivo sea permitirle que cumpla de forma eficiente su función básica: producir más y mejores pensiones al menor costo posible.