Por: Alvaro Monge Zegarra
Gestión, 17 de julio del 2023
La arquitectura de una estrategia de lucha contra la pobreza urbana debe estar articulada con estrategias en el ámbito laboral.
Cuando se analizan las condiciones de vida de la población desde una perspectiva económica, una de las tendencias que más ha llamado la atención en los últimos años es el proceso de urbanización de la pobreza monetaria, sobre todo, luego de la pandemia. Cuando observamos el periodo 2004-2022, es posible notar que la cantidad de pobres urbanos como proporción del total de pobres empezó a crecer desde el año 2009, a un ritmo de casi un punto porcentual por año de 47% en 2009 hasta 57% en 2019. Es decir, una trayectoria creciente, pero moderada en línea con el análisis prospectivo global realizado por Martin Ravallion en dos artículos muy influyentes sobre el tema, publicados por el Banco Mundial entre 2001 y 2007. Sin embargo, en el año 2020 y una vez desatada la pandemia, las medidas que restringieron la movilidad y la recesión económica posterior; la pobreza urbana como proporción de la pobreza total aumenta abruptamente hasta 68% (más de 10 puntos en un solo año), cifra que se sostiene los dos años siguientes hasta ubicarse en 70% en 2022. influida por la mayor inflación registrada en dicho periodo.
Vinculado con esta trayectoria, el año pasado se registró además que la incidencia de la pobreza urbana (proporción de pobres respecto de la población urbana) fue de alrededor del 24% (10 puntos porcentuales por encima al 2019). Y, en el caso de Lima Metropolitana, la incidencia de la pobreza fue superior al 27%, cifra que sin considerar el año 2020 no se registraba desde el 2006. Es difícil pensar que estas trayectorias vayan a revertirse en el corto plazo. De acuerdo con las proyecciones que manejamos en Macroconsult, por lo menos para este año y el próximo, la proporción de pobres urbanos debería seguir oscilando en niveles cercanos a los del año pasado. Una inflación que en el promedio del año aún se mantiene alta en 2023 y una economía que se desacelera los próximos años explican este desempeño. En tales circunstancias, la incidencia de la pobreza urbana superaría el 25% y las tasas en Lima Metropolitana se acercarían al 30%. Es decir, al año 2024 no debería sorprendernos que se registren cerca de 3 millones de pobres viviendo en la capital.
Lo anterior implica un reto no menor para la política pública. Por un lado, dada la necesidad de escalar los programas sociales hacia el mundo urbano (en algunos casos replicándolos y en otros adaptándolos) con el objetivo de atender los determinantes estructurales de la pobreza (por ejemplo, formación de capital humano o desarrollo infantil temprano). Por otro lado, dada la necesidad de diseñar nuevas intervenciones para lidiar con ciertas manifestaciones críticas o emblemáticas de la pobreza en la ciudad. Autores como Deniz Baharoglu, Christine Kessides y Judy Baker destacan algunas de estas enfatizando, por ejemplo, los problemas de hacinamiento, insalubridad, criminalidad, presión sobre servicios públicos o infraestructura de baja calidad, sobre todo en las localidades urbano-marginales. Además, considerando la forma en la cual están habitadas las ciudades con amplios segmentos empobrecidos, la vida de los grupos más vulnerables en una gran ciudad puede ser muy complicada. Los elevados gastos de bolsillo que implica el pago de una renta donde vivir, el transporte diario o el alimento de calidad merman su poder adquisitivo en un contexto donde además sus fuentes de generación de ingresos pueden ser inestables o incluso inciertas. Precisamente, las condiciones de inserción laboral en los segmentos pobres y vulnerables son usualmente inadecuadas y caracterizadas por empleos informales en sectores de baja productividad o emprendimientos de subsistencia.
En tales circunstancias, no es difícil concluir que la capacidad de desarrollo autónomo para los pobres de las ciudades puede verse seriamente comprometida. No solo porque sus posibilidades de ahorro e inversión (incluida la inversión en capital humano de sus hijos) se ve limitada, sino porque al ser vulnerable a choques de diversa naturaleza (por ejemplo, el aumento de precios) las restricciones de liquidez de corto plazo pueden derivar en problemas que afecten el largo plazo, como la seguridad alimentaria o el hambre. De este modo, además de la atención de los factores específicos y estructurales comentados previamente, la arquitectura de una estrategia de lucha contra la pobreza urbana necesariamente debe estar articulada con estrategias en el ámbito laboral que faciliten la creación de trabajos formales y con acceso a protección social adecuada. Para que ello ocurra, es imprescindible que el contexto macroeconómico mejore a partir no solo de menores tasas de inflación, sino también de mayor crecimiento económico que dinamice los mercados y que genere el suficiente espacio fiscal para poder atender las prestaciones adicionales que se requieran, sin descuidar la atención de la pobreza rural. Tales prestaciones, además, deben ser cuidadosamente focalizadas en el tiempo y en el espacio, lo cual requiere la optimización de sistemas de identificación y seguimiento de la pobreza urbana a partir de más y mejores datos que capturen la movilidad del pobre en la ciudad.