Luis García Miró Elguera
(Expreso, 17 de Julio de 2015)
¿Por qué el socialismo consigue anestesiar a los pueblos haciéndolos votar por su autodestrucción? ¿Por qué la gente acaba tragándose al cebo de culebra zurdo? ¿Por qué permitimos que la izquierda siga enredándonos en un experimento que desemboca, demostradamente, en fracaso y miseria? Veamos sino el más claro y reciente ejemplo: Grecia. Aclaremos. La promesa del paraíso terrenal es tan falsa como billete de dólar “made in Perú”. Por eso todo atisbo idealista es inviable por antonomasia. La lógica lo confirma. Pero la izquierda persevera. Es la gota que finalmente horada la peña. Para ello se obstina en la mitomanía. De lo contrario se desmorona el aparato socialista construido, como es evidente, sobre planos utópicos y cimientos falsos.
¿Quién no quisiera que el dinero brotase de los árboles? ¿A quién no le gustaría que los gastos fundamentales –Educación, Salud, Seguridad, Cultura, Transporte, etc.– los sufrague el Estado? ¿Acaso no sería el estadío ideal? Pero resulta que el mundo real es lo opuesto. No obstante la izquierda reclama: la vida debe ser gratis para los pobres. Dicho sea de paso, estadísticamente este estrato social constituye la más amplia mayoría de los 7,000 millones de terrícolas. Pero entonces, ¿de dónde saldrían los fondos para sufragar tamaño costo? “Es un derecho humano que debe atender el Estado”, responden los socialistas. Obvian decir que todo derecho acarrea deberes. Porque los derechos sólo se solventan creándoles las correspondientes obligaciones. Sin embargo la izquierda trastoca la naturaleza de las cosas. Fanfarronea que sí existen derechos exonerados de obligaciones. Una tontería a prueba de balas. Pero así es el mundo socialista. Todo es falsedad. Todo es utopía. Todo es ilusión. ¿Alguien en su sano juicio podría imaginar que los Estados sufraguen la vida de todos los pobres del universo? Por último, ¿por qué no a la clase media? Tamaña necedad sólo se entiende viéndola a través del prisma socialista que exhibe los billetes brotando de los árboles. Aunque la prédica izquierdista avanza más allá. Trastoca la propia ley divina. Impone su teoría de la igualdad pregonando que todas las personas son idénticas. Pero la verdad es diametralmente otra. Si no, ¿por qué el mundo está compuesto por seres congénitamente sanos o enfermos; hombres y mujeres provistos o desprovistos de privilegiado cociente intelectual; personas con o sin sensibilidad para el esfuerzo y el trabajo; gente con o sin innata honorabilidad y sentido común; personas con superiores o inferiores capacidades, tanto físicas como cognitivas? ¿Dónde queda pues la igualdad humana? Aunque según la izquierda, nadie –salvo, claro, el izquierdista-debe destacar por sus virtudes. Los demás pobladores del planeta deben ser considerados homogéneos. El delincuente y el honesto. El flojo y el laborioso. Por favor. Más sindéresis. El mundo es inequitativo desde Caín y Abel. Consecuentemente la sociedad es desigual por antonomasia. Unos brillan, otros no; unos forjan patrimonio, otros no; unos son sanos, otros enfermos; unos son hábiles, otros inútiles. Este es el mundo que nos ha tocado vivir, señores. Por más fariseísmos que ensayen los izquierdistas.