Por Luis Carranza
(El Comercio, 13 de octubre de 2015)
Imaginemos a una persona llegar tarde a una importante reunión y señalar que su demora se debe a la congestión de tráfico. Sin embargo, quien lo esperaba asigna quizá la responsabilidad de la tardanza al descuido de esta persona. Esto se conoce en psicología social como el sesgo del observador-actor. Una característica particular de este sesgo es que funciona de manera asimétrica. Cuando somos actores y las cosas van bien, lo atribuimos a nuestras características personales; cuando van mal, asignamos la culpa a las circunstancias. Por el contrario, cuando estamos de observadores, tendemos a atribuir la responsabilidad a la persona cuando ocurren cosas negativas, pero responsabilizamos a causas externas cuando las cosas han ido bien.
Este sesgo lo hemos visto en varios de los mensajes de la reciente reunión anual del Fondo Monetario Internacional (FMI) y del Banco Mundial realizada en Lima. Quizá el mensaje más relevante es la importancia que el FMI asigna a la desigualdad en los países desarrollados. Estos países no han sido culpables directos del incremento de la desigualdad. Esto se ha producido por las condiciones de globalización que han originado cambios dramáticos en las últimas décadas. Así, en 1980 la participación de las economías avanzadas en el PBI mundial era alrededor de 64%, mientras que de las economías subdesarrolladas o en vías de desarrollo era de 36%. Ahora los porcentajes se han invertido y las economías avanzadas explican casi el 40% y el resto de economías el 60%, con un rol preponderante de China e India en este proceso.
En esta dinámica, producto de la aplicación de las reglas básicas de economía, nos dan en el lado empresarial tres fenómenos muy marcados: 1) surgimiento de cadenas globales de producción y comercialización, 2) deslocalización de industrias intensivas en empleo y 3) una nueva distribución factorial de la renta global. En este escenario, las ganancias se hacen en las economías avanzadas y el empleo se crea en las economías emergentes, fundamentalmente en Asia emergente. Si bien a escala país se está dando un aumento significativo de la desigualdad, a escala global observamos exactamente lo opuesto, una reducción significativa de la desigualdad.
Una vez que entendemos las circunstancias externas, podemos ver qué ocurre en las economías avanzadas y qué tipo de políticas deberían implementarse para reducir la desigualdad. Es evidente que la recomendación simplista frente al aumento de la desigualdad es subir más los impuestos y aumentar el gasto social, pero eso solo conducirá a mayor deslocalización y al empeoramiento de las condiciones financieras de las economías avanzadas, perdiendo más empleos y empeorando la situación económica y social. Las respuestas de políticas apropiadas deberían estar por reformas estructurales, flexibilizando los mercados laborales y apostando por mano de obra con alta especialización donde los países asiáticos no pueden competir. Por ahí van los países nórdicos, mientras que otros países de la periferia de Europa están atrapados por la dinámica que los lleva a niveles de PBI más bajos y, por tanto, con salarios marginales más bajos, pero con salarios medios aún muy altos para su productividad promedio relativa a otros países.
En los mensajes sobre América Latina, los recursos naturales y el Perú, también observamos este sesgo. En la región se ve como un éxito el aumento del gasto social que ha pasado de 12,5% del PBI en 1990 a cerca del 20% en el 2014 y se lo ve como el principal factor en la reducción de la pobreza que pasó en el mismo período de casi el 50% al 28%. Pero no hemos medido la calidad de ese gasto ni tampoco nos hemos cuestionado qué hubiera pasado si América Latina no hubiese retrocedido en su participación en el PBI mundial. ¿Cuántos puestos de empleos más se hubiesen creado?
Por otro lado, se recomienda que gastemos los ingresos generados por los recursos naturales en infraestructura, lo cual es muy razonable. De hecho, eso era algo que la antigua ley de responsabilidad fiscal garantizaba, pero que al cambiarse por una supuesta ley de resultado estructural se permitió el excesivo incremento del gasto corriente con el tácito beneplácito del propio FMI. ¿Por qué no dijeron nada en el 2013?
Finalmente, la discusión sobre si creceremos 3% como dice el Gobierno o 2,4% como dice el FMI es francamente irrelevante. Lo verdaderamente importante es que al siguiente régimen le queda la enorme tarea de levantar el crecimiento de la productividad y corregir muchos de los errores de esta administración.