Los países de América Latina obtienen mayoritariamente su independencia de España y Portugal a inicios del siglo XIX. Fue un proceso marcado por el derrumbe de los viejos imperios europeos y el surgimiento de las ideas de libertad individual y derechos naturales que tienen todos los seres humanos, y además, base fundamental de la consolidación de las naciones y los estados en medio de revoluciones, endeudamiento excesivo y cambios tecnológicos. El impacto de la segunda revolución industrial en la segunda mitad del siglo XIX para América Latina fue muy beneficioso: generó en el mundo una necesidad de materias primas y recursos que significó incorporación de enormes extensiones de terreno y población al circuito económico mundial y a importantes transferencias de recursos del resto del mundo a la región. Esta oportunidad la desaprovechamos para construir instituciones sólidas y mejorar las condiciones de competitividad de las economías. Muy por el contrario, se consolidaron regímenes autoritarios y corruptos (el mejor ejemplo es el gobierno de Porfirio Díaz en México, que terminó en una cruenta revolución en 1911) o nos enfrascamos en conflictos fratricidas como la Guerra del Pacífico.
En el siglo XX se intentaron diversos experimentos para lograr la promesa de la independencia, que era la prosperidad y la libertad de las nuevas naciones. Pasamos por fallidas experiencias de industrialización por sustitución de importaciones, el capitalismo de Estado y el endeudamiento excesivo para implementar políticas populistas, sin lograr consolidar un verdadero proceso de desarrollo. La única constante en estos 200 años de vida republicana ha sido la desconfianza entre las antiguas colonias. Esta desconfianza y conflictividad intermitente evitó un mayor proceso de integración económica entre los países.
La experiencia en Asia del este ha sido muy diferente. Luego de la Segunda Guerra Mundial entraron en un proceso de independencia de los países europeos; que, habiendo luchado por la libertad y enfrentado a regímenes dictatoriales, ahora se negaban a dejar las colonias en Asia. Esta doble moral tenía una explicación económica clara. Las colonias en Asia habían alimentado de recursos a Europa para sostener la primera y segunda revolución industrial y, por tanto, ahora eran más necesarios para sostener la reconstrucción después de la guerra. Pero a pesar de este proceso de independencia desordenado y de los efectos traumáticos de la separación de los países, producto de la Guerra Fría en un mundo dividido, estas nuevas naciones desarrollaron intensas relaciones comerciales y financieras. A diferencia de América Latina, proteccionista con sus mercados internos como una extensión económica del chauvinismo, en Asia se aventuraron a un crecimiento liderado por exportaciones y las relaciones entre los países fueron marcadas por políticas pragmáticas y de promoción de la inversión y el comercio y no por la ideología y la geopolítica.
Luego de 40 años, las tasas anuales promedio de crecimiento del producto per cápita en Asia duplican a las de América Latina. El comercio regional se acerca al 60%, reflejando la integración de una zona económica, mientras que en América Latina el comercio regional no llega al 20%. Además de los flujos comerciales, las redes de producción están extensamente desarrolladas en Asia con cadenas de proveedores y clústeres en varios países y en diversos sectores, mientras que aquí, en América Latina, casi no hay redes de producción.
En los últimos años esto viene cambiando en el marco de la Alianza del Pacífico y es en ese contexto histórico que debe verse el fallo de La Haya: la consolidación de una nueva etapa de relaciones económicas y financieras mucho más intensa, basada en la confianza y tranquilidad para invertir y desarrollar interdependencia productiva. Este equilibrio “bueno”, que genera economías de ‘network’ (que sí ha alcanzado Asia) es a lo que deberíamos apuntar, porque es lo que realmente impacta en la prosperidad de los chilenos y peruanos.
Pero existe también la posibilidad de un equilibrio “malo”, donde los nacionalismos se desbocan y las rivalidades se acrecientan. Ese es el equilibrio en el que hemos estado en los últimos 200 años en América Latina. Eso conduce a una carrera armamentista absurda y a no aprovechar las oportunidades de prosperidad que brinda una mayor integración de nuestras economías. Nuestros gobernantes deberían estar a la altura del reto histórico y no enfocarse en el discurso sino en la acción. En el lado de la acción, deberíamos tener un plan pos-La Haya, basado en mayor integración, más facilidades para el tránsito de personas, comercio transfronterizo y agendas de intercambio en todos los rubros; mientras que en el lado del discurso este debería ser único y durar cuatro segundos: “Acatamos”.
Publicado en El Comercio, 21 de enero de 2014