Por: Luis Carranza
Perú21, 31 de marzo del 2024
“Las sociedades que prosperan son aquellas que logran, dada la naturaleza humana, un contrato social donde se logra un balance entre los incentivos y la sensación de justicia”.
“Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó”. Como hijos de Dios, todo lo que creamos y producimos nos pertenece, así como nosotros le pertenecemos a Dios. Por lo tanto, el Estado, que es una creación humana, debe servir para proteger la vida, la libertad y las propiedades del hombre. Sobre este principio básico se construye la teoría del contrato social de Locke, que es el pilar fundacional del liberalismo.
Todas las teorías clásicas analizan el comportamiento de los seres humanos para entender cómo evolucionan las sociedades. Frente al liberalismo, surge el marxismo, que propone todo lo contrario, la no existencia de la propiedad privada, dado que genera desigualdad y esto, a su vez, la destrucción de las sociedades capitalistas que continuamente generan aumentos de desigualdad.
En esa línea, si queremos saber cómo las sociedades evolucionan, hay que entender que las sociedades están constituidas por hombres, cuyo comportamiento y relaciones de cooperación y/o competencia dentro de la sociedad determinará si estas se estancan, perecen o prosperan.
Gracias al avance de la neurociencia, tenemos una gran evidencia de cómo funciona el cerebro humano. Los seres humanos, a través de nuestros sentidos, recibimos estímulos e información. Luego, procesamos toda la información en nuestro cerebro, evaluando qué nos conviene más o qué cosas queremos evitar. En esta fase, el órgano principal de nuestro cerebro es el núcleo accumbens, que evalúa la utilidad esperada considerando las probabilidades. Este órgano interactúa con otras partes de nuestro cerebro para tener una adecuada evaluación. Así, interactúa principalmente con el hipotálamo, encargado de la memoria; con la amígdala, que nos dice cuáles serán los costos de nuestras distintas decisiones, y con la corteza insular, encargada de procesar nuestras reacciones de molestia o dolor. Todas estas sensaciones son integradas y procesadas por la corteza orbitofrontal.
Una vez procesada la información, viene la fase de la acción y después la fase de la evaluación de nuestras acciones, para ver si nuestras expectativas se cumplieron o no. En esta fase, es fundamental el proceso de aprendizaje que interactúa y se retroalimenta con los órganos del cerebro en las fases anteriores para evitar cometer errores en el futuro.
En este artículo, quiero resaltar dos cosas esenciales de todos los estudios y experimentos llevados a cabo recientemente. Primero, los seres humanos reaccionamos ante incentivos. Si existe una recompensa importante y las neuronas en nuestro núcleo accumbens se encienden, haremos todo el esfuerzo necesario para conseguirla: trabajaremos duro, invertiremos o gastaremos el dinero que tengamos; es decir, haremos lo que haga falta para conseguir esa recompensa. Esta es la base del liberalismo para la protección de la propiedad privada en una sociedad. Si un individuo no puede apropiarse y disfrutar el fruto de su esfuerzo, entonces no invertirá y no trabajará.
Pero, en segundo lugar, los seres humanos también reaccionamos ante la injusticia. Cuando estamos ante una situación que consideramos injusta, donde no nos sentimos tratados en igualdad de condiciones, entonces las neuronas de nuestra corteza insular se encienden y dominan el comportamiento humano, por encima de la información que tengamos en otras partes de nuestro cerebro. Situaciones de desigualdad no necesariamente implican que las personas consideren que existe una situación de injusticia en la sociedad. De hecho, en determinadas circunstancias, aumentos de desigualdad pueden ser percibidos como situaciones justas. Todos admiramos a los grandes genios de la ciencia, el comercio o el deporte, que gracias a su esfuerzo y sus habilidades logran acumular grandes fortunas. Aquí es donde falla terriblemente el marxismo, porque, al proponer eliminar la desigualdad a través de impedir la propiedad privada, no consigue una sociedad justa, sino una sociedad que no prospera porque los individuos no se esfuerzan.
Pero, ¿esto quiere decir que el libre mercado logrará una situación justa? Déjeme replantearle la pregunta, estimado lector, de la siguiente manera. ¿Ud. se enoja cuando suben los pasajes por Semana Santa o por Navidad? Probablemente no, porque sabe que la demanda se incrementa y que solo hay una oferta limitada ante la gran cantidad de gente que quiere viajar. Pero qué ocurre si tenemos un terremoto y la gente tiene que viajar para estar con sus familiares y los precios de los pasajes se disparan. ¿Se molestaría? Aquí sigue operando la ley de la oferta y la demanda, pero ahora sí es considerada injusta la situación.
En el artículo anterior, “El mito de Sísifo”, nos preguntábamos qué necesitan las sociedades para salir adelante. En este artículo, concluimos que las sociedades que prosperan son aquellas sociedades que logran, dada la naturaleza humana, un contrato social donde se logra un balance entre los incentivos y la sensación de justicia. En el siguiente artículo revisaremos cómo este ser humano se desenvuelve en sociedad y la necesidad del Estado, piezas esenciales para entender por qué las sociedades prosperan o se estancan.