El 1 de marzo del 2008, Álvaro Uribe, presidente de Colombia, ordenó el ataque a un campamento de las FARC que se encontraba en territorio ecuatoriano. En la operación militar fallecieron 22 terroristas, entre ellos el cabecilla ‘Raúl Reyes’. Uribe enfrentó un dilema moral, actuaba y asestaba un duro golpe a un grupo que secuestraba, mataba y sembraba el terror en su país o seguía los canales diplomáticos, con lo que los terroristas hubiesen fugado. Su decisión fue atacar y cometió un acto ilegal pero legítimo como presidente de Colombia.
La misma disyuntiva llevó a la OTAN a intervenir en Kósovo en 1999 para evitar el genocidio que desarrollaba Milósevic. Tal intervención se hizo sin la autorización del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas y por tanto era ilegal, pero ante el previsible veto de Rusia la alternativa era permanecer impasibles frente a una matanza en marcha. Es el mismo dilema moral que enfrentó Clinton en Ruanda y decidió no intervenir ante el exterminio de casi un millón de personas en 1994.
Sin ser casos extremos como los anteriores, vemos a muchos buenos funcionarios enfrentando dilemas morales todos los días. La primera opción es actuar con celeridad y prontitud para solucionar un problema, pero quedando expuesto a acusaciones absurdas de corrupción por la cultura de persecución política que se ha instalado en el país; mientras que la segunda opción es quedarse sin actuar pidiendo más información, solicitando informes complementarios y enviando los expedientes a otras dependencias del Estado, todo para cubrirse las espaldas y reducir al mínimo las contingencias personales.
Permítame, estimado lector, compartir un par de anécdotas. Luego del terremoto de Pisco en el 2007, el director de una institución pública solicitó una transferencia con cargo a su presupuesto para realizar acciones de asistencia inmediata en la zona del sismo. Como este funcionario estaba en Pisco, habló por teléfono con Juan Muñoz, director de Presupuesto del Ministerio de Economía y Finanzas (MEF), quien recibió instantes después el oficio respectivo firmado por el segundo de la institución. La normativa era clara, solo el titular puede firmar la solicitud de recursos. ¿Qué debió hacer el director de Presupuesto? ¿Pedir al funcionario que regrese a Lima a firmar el oficio o actuar inmediatamente? Muñoz decidió lo segundo. Lamentablemente, los recursos no se usaron de la mejor manera y se abrió un proceso investigatorio que llevó a acusar a él y a otros funcionarios del MEF. Al final de varios años, se cayó la absurda acusación.
La segunda anécdota tiene que ver con mi regreso al MEF, el 19 de enero del 2009. La crisis financiera internacional se había agravado luego de la quiebra del banco de inversión Lehman Brothers en setiembre del 2008. Cuando entré en el MEF, no había un solo crédito suplementario gestionándose ni una sola medida de estímulo implementada. Lo único que estaba vigente era el D.U. 004-2009 del Ministerio de Educación para acelerar la ejecución de infraestructura del sector.
Ante la gravedad de las circunstancias, se prepararon medidas que en su mayoría requerían normas con rango de ley. ¿Qué opción se tenía? ¿Enviar proyectos de ley al Congreso o acelerar la implementación a través de decretos de urgencia? Los pocos proyectos enviados al Parlamento demoraron meses en ser discutidos y algunos no fueron aprobados. ¿Nos quedábamos sentados esperando a que el Congreso discutiera las normas? ¿O se implementaban y se esperaba el control posterior de la comisión del Parlamento? Se optó por el camino de usar los decretos de urgencia como única vía de ser eficientes en la implementación del paquete de estímulo económico.
Inhabilitar políticamente al ex presidente Alan García y a los ministros por haber firmado el D.U. 004-2009 crearía un nefasto precedente para usar un instrumento necesario para salir del entrampamiento político en que a veces cae el Congreso. Evidentemente, si después de una investigación se determina que se cometieron actos ilícitos, las personas responsables deben ser sancionadas como corresponde.
Para tener una democracia que sea efectiva en mejorar la calidad de vida de la población, necesitamos que nuestros buenos funcionarios, como Juan Muñoz, quien dedicó su vida a la administración pública, no tengan que decidir constantemente entre su tranquilidad y actos administrativos eficientes y oportunos.