La reciente frase del presidente Ollanta Humala (“incluir para crecer”) ha reavivado el debate sobre qué viene primero: el mayor crecimiento o la mejora en la distribución del ingreso (entendiendo esto último como la variable económica que mejor representaría el término ‘inclusión’).
Alejándonos del debate político e ideológico, y revisando la literatura económica, encontramos que este es un muy antiguo debate que desgraciadamente no ha concluido y no tiene ni tendrá un claro ganador. Existen trabajos teóricos donde se resaltan distintos canales de transmisión en los que sociedades desiguales tienden a crecer menos (por ejemplo, por impuestos excesivos e ineficientes), o sociedades que, al iniciar una fase de crecimiento, tienden a empeorar la distribución del ingreso (la famosa “curva de Kuznets”).
Pero también encontramos que sociedades que mejoran su distribución del ingreso (por ejemplo, a través de mejorar la educación) tienden a incrementar la tasa de crecimiento de largo plazo. Luego, a nivel empírico, las cosas no lucen mejor. Los distintos trabajos encuentran también las más variadas relaciones, hasta incluso que no existe ninguna relación entre crecimiento y distribución del ingreso.
¿Por qué tenemos estos resultados inconclusos? El crecimiento y la distribución del ingreso son variables que se determinan dinámicamente y que dependen de las instituciones y políticas que implementemos. Esto es, podemos hacer que existan vínculos de retroalimentación positiva entre el mayor crecimiento y la menor desigualdad a través de, por ejemplo, las mejoras en la calidad de la infraestructura y de la educación en el país.
Por otro lado, también podemos tener políticas que llevan a que mayor crecimiento y reducción de la desigualdad se conviertan en metas incompatibles. Una alta carga impositiva para financiar transferencias corrientes a la población nos llevan en el corto plazo a mejorar la distribución, pero a costa de afectar negativamente el crecimiento. Así, en el largo plazo el menor crecimiento de la economía llevará a una sociedad mucho más pobre en su conjunto. El ejemplo más claro de esto es lo que ocurre en Venezuela hoy en día.
Por tanto, el énfasis debería estar en las políticas públicas y en las instituciones que tenemos en el país. No tener las cosas claras y no entender las relaciones de causa-efecto puede llevar a resultados desastrosos. Para entender esto bien, pongamos un ejemplo. En un trabajo de investigación de Deininger y Squire (1998), “New Ways of Looking at Old Issues: Inequality and Growth”, se encuentra que cuando existe una mejor distribución de los activos (en particular, tierra) se logra un mayor crecimiento.
Ante este resultado, uno podría pensar que se debe implementar una política de redistribución de activos para acelerar el crecimiento, lo cual tendría impactos sumamente negativos sobre el crecimiento de largo plazo del país. Las políticas implementadas por el general Juan Velasco son el ejemplo más crudo y doloroso de este desastre.
Es claro que la mejor distribución de activos es el resultado de años de crecimiento con instituciones que fomentan el ahorro y la inversión. Eso es lo que lleva a una relación positiva entre crecimiento y mejor distribución de activos.
Ahora bien, donde sí tenemos consenso en la literatura económica es que la variable que determina la prosperidad de las naciones en el largo plazo es la productividad. Mayor productividad se traduce en más empleo inmediatamente y luego en mejores salarios. Todo lo cual se traduce en una mejor distribución de ingresos, un aumento del poder de compra y una ampliación del mercado interno, lo cual a su vez lleva a mayores economías de escala en el sector no transable y, por tanto, a más crecimiento.
Lo que ha ocurrido en el agro peruano en la última década es el mejor ejemplo de este círculo virtuoso: la mayor productividad en el sector agroexportador explica el fuerte dinamismo económico en varias regiones del interior del país. Concentrémonos en mejorar la productividad del país y dejemos los debates estériles.