El Perú vive un crecimiento económico continuado, reflejado en una apreciable disminución de la pobreza y un mejoramiento de la calidad de vida de su gente. Reconocido por organismos internacionales, medios especializados e inversionistas, no ha sido un fenómeno espontáneo ni fruto del azar. Es resultado de políticas económicas acertadas, mantenidas por sucesivos gobiernos y construidas sobre el respeto a ciertos principios.
Entre estos principios están la valoración de la iniciativa e inversión privadas, y la estabilidad de las reglas que afectan el comportamiento de los actores productivos. Por lo primero, la institucionalidad y las autoridades políticas respetan la libertad de empresa, comercio e industria, y evitan la intervención estatal en la economía, sujetándola al precepto de subsidiariedad. Y por la estabilidad de las reglas, se respeta la libertad y la intangibilidad de la contratación pactada según la legislación vigente, evitando su modificación por leyes y disposiciones posteriores, e impidiendo su retroactividad. Finalmente, se postula un Estado de derecho que garantice la propiedad y sitúe la ley por encima de las autoridades que las aprueban y aplican.
Esta es, en pocas palabras, la causa y explicación del impresionante crecimiento económico peruano. Sin ello, este no hubiera podido lograrse. Así de sencillo.
Como dislocada paradoja, en un campo tan sensible como la educación y cual cereza final del malhadado proyecto de ley universitaria aún pendiente de discusión en el Congreso, se perpetra un muy grave atentado contra esos principios básicos que fundamentan nuestro ordenamiento institucional y nuestro éxito económico.
En la penúltima línea del proyecto, y modificando las versiones preliminares, se desliza la derogatoria, en el ámbito universitario, del Decreto Legislativo 882. Este dispositivo es nada menos que el vehículo de la Ley de Promoción de la Inversión en la Educación, vigente hace 17 años y que sustenta el extraordinario desarrollo de la universidad privada. Constituye una ley marco de la inversión privada en educación, que consagra las reglas de juego para promoverla, facilitarla y garantizarla.
Gracias a su sustento, se liberó una inversión privada de centenares de millones de soles en infraestructura y equipos a favor de la educación universitaria. Pero, más importante aún, se amplió su cobertura a favor de miles y miles de jóvenes que, de otra manera, hubieran permanecido excluidos de las oportunidades de acceder a ella y de desenvolverse mañana como profesionales.
La expansión de la universidad privada ha sido espectacular. En 1995 una mitad de las universidades eran públicas y la otra eran privadas; hoy estas últimas representan las dos terceras partes del total (en Lima, las cuatro quintas partes). En 1995, los docentes públicos eran dos terceras partes del total; hoy, dos terceras partes son docentes de universidades privadas. En 1995, el 60% de los alumnos estudiaba en universidades públicas y el 40% en privadas; hoy las proporciones justamente se han invertido.
Cuatro quintas partes de las universidades privadas se han organizado según el Decreto Legislativo 882 o se han adecuado al mismo. Pues bien, estas cuatro quintas partes de las universidades privadas, de aprobarse su infortunada derogatoria, se verían despojadas de la indispensable estabilidad institucional. Así, se atentaría contra un principio básico que fue causa y fundamento de su muy importante desarrollo.
Esto constituiría una pésima señal para todo inversionista privado. Si hoy es la educación, ¿por qué no mañana la salud, la alimentación, la confección, la construcción o los propios medios de comunicación?
El debate pendiente exige la participación no solo del sector educativo. También, y en primerísimo orden, de las autoridades responsables de la economía del país, a cargo del cuidado y respeto del marco de la inversión privada.
No en vano la ley que se pretende derogar estableció que sus disposiciones reglamentarias y complementarias requerirían el refrendo del ministro de Economía y Finanzas y del ministro de Educación. Con cuánta mayor razón resulta imperativa su palabra en cualquier intento de derogación.