León Trahtemberg
Correo, 11 de abril del 2025
El modelo educativo latinoamericano en la práctica es una máquina de fabricar miedo a equivocarse, a sobresalir, incluso a pensar. Sustituye la curiosidad por obediencia, el diálogo por silencio, y el aprendizaje por repetición. Los exámenes premian la memoria sobre el razonamiento, con rúbricas que convierten la originalidad en error, y aulas donde preguntar “¿por qué?” es una interrupción molesta.
Entrena a los alumnos desde pequeños para la vida adulta: jornadas interminables, descansos mínimos, tareas abultadas y culpa por no estar siempre produciendo. El uniforme cumple su papel: homogeniza cuerpos y borra identidades. Así se asegura que nadie se vea ni se sienta diferente.
El currículo es un museo de conocimientos inmutables. No importa que el mundo cambie: lo que sirvió a los abuelos debe servir a los nietos. La competencia se enseña como combate sin reglas, donde el compañero es enemigo y ganar justifica cualquier medio. El error no es parte del proceso, sino un estigma. La creatividad solo se permite dentro de los márgenes establecidos, y siempre con una rúbrica oficial que la califique.
El verdadero éxito del sistema se mide en sus graduados: adultos que confunden educación con aprobar exámenes, que temen equivocarse más que aprender, y que creen que el conocimiento termina donde empieza el pensamiento crítico. Lo más triste es que muchos defienden este modelo como si fuera el único posible, sin ver que es justo lo que les impide avanzar.
¿Exageración? Eso queda a la evaluación de cada uno. En los hechos, la educación vigente es un techo limitante para la mayoría.