La revista especializada en neurología Scientific American Mind, en su edición de junio de 2005, estudió uno de los rasgos más característicos del ser humano: la mentira. ¿Por qué mentimos? Y, también, ¿por qué somos tan buenos en ello? En sencillo, dice el estudio, porque funciona; léase, cumple una función que nos es conveniente, a tal punto que se ha vuelto una condición fundamental. Como bien dijo Mark Twain: “Todos mienten… cada día, cada hora, despiertos, dormidos”.
Sam Harris, en su libro “Mintiendo” (2013) sostiene que, al mentir, negamos el acceso a la realidad, cuya secuela produce un daño incalculable: incita a unos a actuar y a otros a permanecer inmóviles, todos basados en premisas equivocadas e información incorrecta. Los destinos de dichas acciones son inimaginables. Esto suena obvio, y lo es; pero que lo sea no significa que debamos pasarlo por alto, o hacernos los tontos y decir: “Todos lo hacen, ¡qué importa!”.
El escandaloso asesinato del fiscal Nisman en Argentina, por ejemplo. El descaro con el cual el oficialismo intentó rotularlo como suicidio y, peor aún, que ahora nieguen (ante la amplia evidencia que los medios han difundido) que así sugirieron llamaría al asombro si no fuese práctica común por estos lares.
O como el caso, a nivel local, del prófugo Martín Belaunde Lossio, quien fue negado primero; posteriormente, señalaron que sus vínculos llegaban hasta el 2006; luego “solo hasta el 28 de julio del 2011”; y ahora, que sabemos que fueron más allá, es una “teoría conspirativa” de la oposición.
Como muy bien recordó un editorial del diario El Comercio, puedes tontear a algunas personas de vez en cuando, pero no a todos y todo el tiempo. Menos aún en la era digital, donde grabar en audio o video, tomar una foto o transmitir una información ipso facto es tan sencillo como apretar un botón.
Mentir puede servirle a muchos, pero a la clase política cada vez menos. El precio, al final —y además—, será cada vez más alto.