Juan Carlos Tafur, Periodista
El Comercio, 29 de agosto de 2017
Una tremenda factura tendrá que pagar, luego del desbordado conflicto sindical que ha visto el país, la izquierda peruana. Y no solo la clásica, afincada en una agrupación como Patria Roja, sino también la presuntamente moderna que hoy se aúpa bajo las franquicias del Frente Amplio o de Nuevo Perú.
Hace tiempo que la izquierda peruana dejó de representar a los descontentos del país, que siguen siendo muchos a pesar del generoso crecimiento económico de los últimos 25 años, período de bonanza nunca antes visto en la historia republicana del país.
A esa izquierda, a la que aún le cuesta dejar el esquema clasista de entendimiento de la realidad –que debería evaporarse no por conflictivo o díscolo, sino por desactualizado frente a la nueva realidad social del capitalismo–, le resulta imposible entender a los desposeídos y marginados de hoy.
Ya no solo obreros y campesinos tradicionales, sino empleados, trabajadores públicos, maestros, microempresarios, trabajadores del hogar, ambulantes, migrantes, agricultores afectados por la minería, usuarios, etc., quienes no hallan en la izquierda una opción política capaz de representar sus intereses y anhelos.
En ese trance, le resulta imposible sobrellevar el desafío que implica la aparición o persistencia de opciones radicales, cuyo signo extremo les facilita justamente atraer a los irritados por el modelo. La izquierda se engolosina en sus querellas y se aleja de una competitiva convocatoria política de adeptos.
Sendero no se ha vuelto a infiltrar en movimientos como el magisterio del presente. Nunca salió de allí, siempre estuvo y ahora simplemente reaparece ante la secular marginación salarial de sus integrantes y el descuido de sus viejos enemigos políticos, entre ellos el maoísmo hoy cosmopolita de Patria Roja.
Ese sector de la población que simpatizó con Sendero Luminoso hoy seguramente ya no hace suyo un esfuerzo de conducción por la vertiente violenta de la lucha armada. El baño de sangre de las dos décadas de guerra terrorista seguramente ha inoculado al país frente a cualquier intento de resucitar ese trance.
Pero en el camino prospera políticamente, porque ni la derecha ha podido construir un esfuerzo de liberalismo popular (a pesar del entusiasmo que en ese sentido despertó en sus orígenes el fujimorismo), y la izquierda se ha encerrado en disputas cuasi medievales respecto de una engañosa representación partidaria.
La radicalidad de izquierda desborda el rincón excluido en el que se la quiere colocar. Los más de 600 mil votos de un encarcelado Gregorio Santos –quien se prepara para dar la sorpresa en las venideras elecciones municipales y regionales– debieran haber hecho entender que hay una opción extrema que no solo subsiste, sino que crece a vista y paciencia de la clase política acomodada.
Pedro Castillo, el dirigente del magisterio provinciano, ha sido capaz de mostrar las costuras endebles de una izquierda que ha perdido su capacidad de representación. Ni Marco Arana ni Verónika Mendoza, los dos líderes máximos de la izquierda peruana, han podido siquiera articular, más allá de inocuos comunicados, un mensaje político para los miles de huelguistas embarcados en los afanes radicales del profesor chotano.
La del estribo: Cerca de 150 mil peruanos acuden todos los días a algún establecimiento público de salud. Más de cuatro millones al mes. Y la mayoría es tratada como ha ocurrido, lamentablemente, con la madre fallecida de Ana Jara. ¿Y así queremos que haya formalización laboral? ¿O que no haya irritación antisistema?