El lamentable incidente ocasionado en las líneas de Nasca por la organización ambientalista Greenpeace debería servir para sentar un claro precedente.
Los comunicados de esta ONG internacional no pueden considerarse satisfactorios. En el más concesivo se limita a calificar lo ocurrido como una eventual “ofensa moral” y expresan sus disculpas en caso su mensaje haya podido ser interpretado como “irrespetuoso y poco empático”. Al parecer, estiman que nuestra reacción es producto de alguna extrema sensibilidad nativa por un sitio que a ellos, claramente, no les conmueve tanto.
Es necesario subrayar que no se trata de que su mensaje no haya sido bien entendido. Por el contrario, muchos coinciden con él y lo avalan. Lo que se ha producido con esta torpe intervención e instalación en la zona es un daño material, tangible y doloso, y se actuó con nocturnidad y alevosía, porque se incursionó en horas que se sabía eran más adecuadas para no ser detectados y se contrató a un supuesto arqueólogo a sabiendas de que el potencial daño era posible. Sus disculpas acotadas, por ello, ofenden doblemente.
De acá a doscientos años, cuando los turistas lleguen al lugar o cuando se tomen fotografías aéreas, aparecerá el sendero de pisadas que los operarios de Greenpeace han dejado. Y si se quisiese reparar las huellas se tendrá que invertir millones de dólares para hacerlo y dejarlo como estaba antes de esta pueril intervención.
La legislación peruana y mundial sanciona este tipo de conductas y las tipifica como delitos penales comunes, con sanciones carcelarias y pecuniarias. Eso es lo que corresponde en este caso. Bien ha hecho el Ministerio de Cultura y su procurador en solicitar a la Fiscalía que inicie una acción penal en contra de los responsables. Y el proceso debe seguir su curso normal.
Así como los señores de Greenpeace quisieron llamar la atención mundial sobre sí, utilizando un resto arqueológico mundialmente reconocido, el Estado peruano debe aprovechar la atención global que esta ONG concita para dar un mensaje claro: el Perú no es una república bananera y sus leyes se cumplen con todo rigor, sin ceder a presiones y sin privilegios. Buen mensaje al mundo y también, de paso, a nuestros propios ciudadanos, quienes lamentablemente exhiben respecto de nuestro patrimonio la misma indolencia.