Por: Juan Carlos Tafur, periodista
El Comercio, 1 de mayo de 2018
La renuncia de Pedro Pablo Kuczynski y el aumento de las cifras de pobreza son los mejores síntomas de la crisis de la transición pos-Fujimori, que fue incapaz de edificar sobre lo que heredó y albergó gobiernos que en líneas generales no pasaron de la mediocridad.
La transición democrática inaugurada en el 2000 está en crisis, tiene riesgo de defunción, y sus resultados no son todo lo halagüeños que habría cabido esperar. Sus grandes metas no han sido cumplidas y, por si fuera poco, las sombras de corrupción han desteñido cualquier posibilidad de realizar una defensa moral del proceso.
Cuando el régimen de Fujimori hizo implosión sobrevino una etapa en la cual lo que correspondía hacer en adelante era, primero, fortalecer las instituciones democráticas para evitar que se produjeran los desbordes perversos de los 90 y, segundo, profundizar y extender las reformas de mercado que el fujimorismo había iniciado, sobre todo entre 1992 y 1997.
Ni una ni otra expectativa han sido satisfechas. En estos últimos 18 años hemos visto que la democracia recuperada ha ido languideciendo y hoy en día enfrenta serios problemas de vigencia. Lo único que no hay es un poder político monopólico que manipule a su antojo todos los engranajes institucionales, pero porque no nos ha tocado en suerte un régimen autoritario que lo quiera hacer, no porque el tramado institucional sea tan sólido que lo impida.
Los vicios institucionales de los 90 se han acentuado, desplegados con mayor extensión debido a una mala estrategia de descentralización que ha parcelado el centralismo, pero no lo ha liquidado.
Algo peor ha sucedido en el ámbito económico. Las reformas liberalizadoras de los 90 no solo no han sido extendidas, sino que en muchos casos han sido revertidas. El propio Fujimori fue el primer gran responsable de que tal proceso histórico (la reversión del estatismo velasquista) se congelase, cuando trancó la reforma del Estado por su desvelo de hacerse reelegir ilegalmente.
En verdad, ya en las elecciones del 2011 el Perú se había pronunciado contra la transición. En esa elección, la mitad del país votó por regresar a los 90 al inclinarse por una aún novata Keiko Fujimori, quien expresaba claramente un afán reivindicativo del gobierno de su padre, y la otra mitad lo hizo por Ollanta Humala, un candidato que en ese momento era una apuesta por regresar a los cánones ideológicos de los 70, en clara reivindicación nominal, inclusive, de Velasco Alvarado.
El presente es complicado. Nada nos permite asegurar que el actual gobierno sea capaz de entender en qué encrucijada se encuentra. Y si bien teóricamente esperamos que el país sea capaz de retomar su perspectiva histórica haciendo suyas las banderas arriadas de la transición, no hay indicios que nos muestren que ese será el camino que el pueblo quiere seguir. Por el contrario, todo apunta a favorecer a quienes quieren más bien tirar todo abajo y construir un camino distinto. En ese trance, los antisistema celebran por anticipado y aspiran a un protagonismo del que hoy aún no gozan.