José Dextre CH., Gestor educativo
Gestión, 17 de Mayo de 2017
En los últimos tiempos, nuestra sociedad ha vuelto a vivir la angustia del caos social. La corrupción, el irrespeto a la norma, la inseguridad, la discriminación y el desorden social parecen haber tomado nuestra sociedad y se convierten en el reflejo de los defectos de su proceso formativo. Transformar nuestra educación ha significado hasta ahora el mejorar la comprensión lectora y las habilidades matemáticas, tanto en alumnos como en docentes.
Pareciera que no fuera deber de la educación el producir ciudadanos democráticos y la armonía social. Esta crisis nos ha recordado la angustia del terrorismo. Revivir ser un país inviable desgarrándose entre el desaliento colectivo. Vencer al terrorismo nos hizo creer que podíamos transformar la crisis en oportunidad y resurgir superando la pobreza con políticas de Estado para un desarrollo sostenible. Pero también, que podíamos transformar las taras culturales de racismo y corrupción que sustentan los paradigmas aberrantes de nuestra identidad y que conducen al desorden social, la violencia y la pobreza.
Hemos avanzado en lo económico, pero no en la construcción de una política educativa de Estado que también enfoque la construcción de valores cívicos, sobre todo en la educación básica donde hoy estudian más de 7 millones de niños y adolescentes, de los cuales 5 millones estudian en colegios públicos. El racismo y la usurpación del bien público por quien ostenta el poder, siguen vigentes y educan en el desprecio a la ley. Las normas deben ser cumplidas por todos, pero si todos no somos iguales, solo algunos las deben cumplir; otros, cuando les beneficia; y otros las desprecian al no sentirlas suyas. Estos paradigmas culturales deben ser cuestionados por la educación formal e informal. La educación informal es imposible de orientar gubernamentalmente. Los padres tienden a repetir sus virtudes y taras en la educación de sus hijos. Los medios de comunicación y los líderes de opinión no son garantía de un buen ejemplo educativo, y a veces son lo contrario. Pero sí debemos intervenir los contenidos de la educación formal. No es difícil reflexionar en el aula sobre el cumplir las normas cívicas, o erradicar el racismo y la corrupción. Lo difícil es que el alumno interiorice estos conceptos y cuestione su propio comportamiento. Y es aquí donde surge un problema. Quienes deben lograr este objetivo en la educación básica no están preparados o no les interesa participar de la mejor manera en ello.
El problema es de talento y de gestión. Desde los ochenta, los mejores no han elegido la docencia. Su resentimiento hacia el Estado subsiste por razones ideológicas o económicas.
Si bien los procesos meritocráticos han logrado avances, son pequeños aún. La falencia en la calidad docente permanece. La disciplina docente no existe. A ello se suma el modelo de gestión de un colegio público, el cual hace imposible que un director ejerza autoridad y corrija los malos comportamientos de un docente. El alumno en el aula aprende de ello y la disciplina desaparece. Si un profesor falta y no es sancionado, el alumno aprende de ese ejemplo y que no será sancionado por sus faltas. La reforma de la gestión educativa pública es tan importante como mejorar en matemáticas. Requerimos eficiencia docente y estimular su talento. No habrá cómo transformar nuestra sociedad y salir del caos si seguimos formando mal a las nuevas generaciones. Tenemos dos retos: incorporar al currículo el cuestionamiento al racismo y la corrupción, y mejorar el desempeño docente empoderando al director del colegio y al padre de familia para lograr que el docente sea un líder de civismo en el aula para sus alumnos.