Por: José Rodríguez Elizondo
La República, 12 de junio del 2022
Como presunto analista independiente, suelo recordar una paradójica observación de Santiago Carrillo, ese jefe comunista español que transitara desde el stalinismo al eurocomunismo. No tengo claro si se la escuché en las “lentejas de Mona Jiménez” o en alguna socialización diplomática madrileña. En todo caso, fue a inicios del gobierno de Felipe González y me quedó grabada: “En política uno a veces se equivoca por tener la razón demasiado temprano”.
La última vez que en mi sur me autoapliqué esa perla de sabiduría, fue para el “estallido social” de 2019, que después pasó a reconocerse como “estallido de la revuelta”. A mi juicio, la destrucción simultánea de treinta estaciones del metro -joya de la república- desbordaba las calificaciones mediáticas y políticas como simple violencia. Eso era terrorismo puro y duro, orientado a liquidar el debilitado gobierno de Sebastián Piñera.
Sin embargo, como no hubo definición oficial del fenómeno, inevitablemente me asaltó un segundo recuerdo. Una reunión de pauta en la revista Caretas, a inicios de los años 80, con Enrique Zileri emitiendo un precoz dictamen sobre las acciones de Sendero Luminoso en Ayacucho. Aquello era terrorismo, dijo (gritó) y lo puso al tope de nuestra agenda periodística. Contrariaba, así, la reticencia del muy respetable Fernando Belaunde, para quien se trataban de actos violentos cometidos por delincuentes serranos o “abigeos”.
Cuarenta años después, me conmueve escuchar que, para el gobierno del presidente Gabriel Boric, lo que hoy está sucediendo en la Araucanía chilena -acciones incendiarias, tomas de terreno, secuestros, asesinatos y sabotajes de grupos bien armados- son actos de “violencia rural”.
Historia transversal
Cualquier prójimo sensato, con edad para tener memoria, sabe que las versiones actuales del terrorismo regional son secuela del fracasado “foco guerrillero”, promovido por Fidel Castro y de su correlato sesentista: la dura represión contrainsurgente de los regímenes dictatoriales amagados. A continuación, algunos casos y tópicos sobre esa interacción perversa.
En Bolivia, Ernesto “Che” Guevara, en el diario de su última aventura, consignó la necesidad de aterrorizar a los campesinos que no lo apoyaban en su lucha contra la dictadura del general René Barrientos. En Brasil, el fenómeno explosionó con fuerza en la dictadura militar del general Arthur da Costa e Silva. Su teórico era el excapitán y excomunista Carlos Marighella, autor del Minimanual del guerrillero urbano. Allí enseñaba, entre otras cosas, que “el terrorismo es un arma que el revolucionario no puede abandonar”, para lo cual “es esencial la importancia de los fuegos y la construcción de bombas incendiarias”. En la Argentina del dictador Juan Carlos Onganía, el terrorismo surgió desde una profunda agitación social, con epicentro en Córdoba. Hubo atentados de proto-organizaciones de derechas e izquierdas, que se fogueaban para el gran terror estatal de los años 70, que presidiría el general Carlos Rafael Videla.
Pero ese terrorismo no emergió solo contra las dictaduras. En el Perú, Sendero se incubó bajo la “dictablanda” del general Francisco Morales Bermúdez, para debutar, emblemáticamente, con la destrucción de las ánforas en las elecciones de 1980. En Venezuela, grupos castristas aliados con comunistas disidentes liderados por Teodoro Petkoff, se alzaron contra los gobiernos del patriarca socialdemócrata Rómulo Betancourt y de sus sucesores. Su suerte sería dispar: mientras Petkoff se socialdemocratizaba y lideraba un partido sistémico, otros sobrevivientes se convirtieron, según satírico apunte de Régis Debray, en una banda de “samurais cesantes”. En Colombia, la histórica violencia política de liberales y conservadores mutó en acciones terroristas, de grupos guerrilleros y represores paramilitares, que catalizaron la omnipresencia de los narcotraficantes. En Chile, mientras el Movimiento de Izquierda Revolucionaria ejecutaba “acciones directas” durante el gobierno del reformador socialcristiano Eduardo Frei Montalva, terroristas variopintos se activaban por reflejo. Unos, de extrema izquierda, asesinaron a Edmundo Pérez Zujovic, poderoso ministro de Frei. Otros, de extrema derecha, asesinaron al general René Schneider, comandante en jefe del Ejército. Fueron los heraldos del golpe militar de 1973 y de la DINA, su apéndice terrorífico.
Alerta para príncipes
Esa sinopsis muestra un terrorismo regional transversalísimo. De derechas, izquierdas, rural, citadino, civil, militar, del sector público, del sector privado, de admiradores de Hitler y nostálgicos de Stalin.
Por lo mismo, se ha aplicado, de manera ecuánime, contra dictaduras y democracias y solo se homologa en su metodología: “la inducción del pánico social, mediante altas dosis de violencia, para conseguir un objetivo político”. Así lo definimos, con Gustavo Gorriti, en una edición especial de Caretas. Quedaba en claro que, por esa esencia, el terrorismo nunca conduciría a una transición democrática.
Riesgosas son, por tanto, las razones de los demócratas para soslayar su existencia. En el caso peruano, se debió a que el presidente Belaunde vacilaba en emplear la fuerza legítima del Estado, en cuanto víctima del golpe militar de 1968. En Chile, porque el entorno del presidente Boric arrastra una fuerte carga ideológica, con resabios del castrismo y del anarquismo, que lo hace desconfiar de policías y militares. De ahí que autoridades y militantes de la alianza oficialista remitan su éxito electoral al “estallido” de 2019, califiquen como “presos políticos” a procesados por delitos cometidos en su contexto e identifiquen el empleo de la fuerza del Estado con la “criminalización” de las legítimas protestas.
En el caso peruano, como sabemos, el retardo en el sinceramiento oficial fue trágico. Cuando la fuerza legítima del Estado entró a actuar contra Sendero Luminoso, lo que se produjo fue una pavorosa guerra interna, con más víctimas que las guerras internacionales del país. Un distinguido intelectual militar de la época me advirtió que, técnicamente, Sendero y el Estado habían llegado a una suerte de “empate estratégico”.
Todo lo cual confirma dos advertencias de Nicolás Maquiavelo a su Príncipe, escritas hace más de 500 años: “las guerras no se evitan aplazándolas” y “es defecto de los humanos no preocuparse de la tempestad cuando reina la calma”.
Es que, en rigor, lo que define la categoría de un líder es su capacidad para mirar hacia el futuro. La política también es previsión, pues gobernar no se reduce a administrar.