MEDIA COLUMNA
miércoles, 7 de octubre de 2020
Jorge Morelli
El argumento de que el Senado es necesario porque es una cámara pensante y reflexiva es infantil. No existe tal cosa. La bicameralidad es necesaria por otra razón: porque permite encapsular el conflicto político en el Congreso, que es donde corresponde, y sacarlo del terreno de la relación con el Ejecutivo, donde pone en peligro a la democracia.
Un fallido equilibrio de poderes ha creado esta situación. En el Perú el Congreso tiene más poder que el Ejecutivo, La Constitución le ha dado tres armas letales: la vacancia de la Presidencia, la censura de ministros y la insistencia del Congreso en las leyes observadas por el Ejecutivo. Las dos últimas hasta hoy con solo la mitad de los votos de la única cámara Un 30 por ciento de las leyes son observadas por el Ejecutivo, y el Congreso insiste con la mitad de los votos y prevalece siempre.
Frente a ese poder desmedido, el Ejecutivo solo puede defenderse con dos herramientas: la disolución constitucional del Congreso –bajo condiciones que ahora ya todos conocemos- y la delegación de facultades para legislar, un premio consuelo que depende del Congreso. El equilibrio de poderes no existe, en suma. Nunca lo ha habido en el Perú. La falla en la arquitectura de nuestra democracia nos acompaña desde la fundación misma de la República, hace 200 años. Ha creado no un equilibrio sino una jerarquía de poderes donde el Congreso tampoco es ya el “primer poder del Estado”. En las últimas décadas el Tribunal Constitucional le ha quitado ese privilegio. Hoy es el nuevo poder absoluto. Una vez más hemos reinventado el absolutismo contra el cual nació la democracia.
Llevará tiempo una reforma del sistema de gobierno que rediseñe el equilibrio de poderes. Mientras tanto, necesitamos una solución provisional para evitar que el tira y afloja normal de la política se convierta a cada instante en un conflicto de poderes que termina ante el árbitro supremo, el Tribunal Constitucional.
Para encapsular el conflicto político dentro del Congreso el mecanismo es simple. Un proyecto de ley nace de Diputados y va al Senado para revisión. Si el Senado está en desacuerdo, devuelve el proyecto a Diputados que puede insistir, pero solo con dos tercios de los votos. Así el conflicto político se procesa y se resuelve en el Congreso, donde corresponde, sin generar un conflicto entre poderes. Y se evita la judicialización de la política que ocurre cuando el Tribunal Constitucional es el árbitro de todos los conflictos políticos.
La bicameralidad tiene también la ventaja de frenar la sobreproducción legislativa del Congreso, que amenaza la seguridad jurídica. No por el número de normas -ya que el Ejecutivo produce incluso más normas que el Legislativo- sino por la precipitación con que se aprueban, que abre paso a la demagogia. Un ejemplo patético es el del sistema previsional: se hace política hoy con los ahorros de los pensionistas del Perú.
La aprobación de leyes entre gallos y medianoche pudo evitarse con la segunda votación de las mismas. Pero esa regla es violada a diario en el Congreso. Todos los proyectos son aprobados con exoneración de la segunda votación. La bicameralidad acaba con esto para siempre.
Esta es, con todo, una solución incompleta, una salida provisional o una puerta falsa por donde circular mientras se repara la desvencijada puerta principal del sistema de gobierno.
Eso supone rediseñar el equilibrio de los tres poderes del Estado para devolver a cada uno lo que le corresponde: al Legislativo la resolución del conflicto político; al Ejecutivo el veto sobre las leyes que tiene en todas las democracias salvo la nuestra; y al Tribunal su función, que es el control constitucional de las leyes y no ser el árbitro de la política.
Rediseñar el equilibrio de poderes necesita trabajo y tiempo. La bicameralidad nos daría tiempo. La Comisión de Constitución del Congreso tiene un cronograma que permitiría elegir un Senado en el 2023, con las próximas elecciones regionales.
El Bicentenario de la República es el momento de crear, por primera vez en el Perú, un sistema de gobierno con lo que los americanos llaman checks and balances: el mecanismo que, como un pequeño giroscopio, mantiene a una democracia estable dentro de un equilibrio en movimiento.